«LA GUERRA DE LAS MÁSCARAS» Terminator, Xavier Dupont de Ligonnès, reconocimiento facial y mascarillas sanitarias.

Posted: mayo 22nd, 2020 | Author: | Filed under: General | Tags: , , | Comentarios desactivados en «LA GUERRA DE LAS MÁSCARAS» Terminator, Xavier Dupont de Ligonnès, reconocimiento facial y mascarillas sanitarias.

Este artículo, publicado hace aproximadamente un mes en el portal francés Lundimatin, constituye la segunda parte de otro artículo que publicamos en este blog hace unas semanas. Dada la reciente imposición por vía policial/judicial de portar mascarillas en los espacios públicos, algunos de los elementos que se esbozan aquí resultan sumamente interesantes para el debate. ¿Poseemos una cara o somos poseidos por ella? ¿Qué usos tiene una cara en las sociedades represivas? ¿Qué significa enmascararse? ¿Qué dimensiones del rostro pueden contemplarse en las máscaras? ¿Y más allá de ellas? ¿Qué éticas implica su generalización? La extensión de una ética del anonimato, de la comunidad de las máscaras, adquiere una nueva dimensión en las recientes circunstancias creadas por las autoridades gubernamentales para hacer frente a la pandemia del COVID19. En este texto se explora las condiciones para la construcción de una ethopolítica del anonimato y cómo la situación actual potencia o enfrenta esta posibilidad.

Terminator: ¿Cómo se llama el perro?

John Connor: Max.

Terminator [Con la voz de John]: Hola Janelle, ¿qué está pasando con Woolfy? Lo escucho ladrar. ¿Está bien?

Janelle Voight: Woolfy está bien, cariño. A Woolfy le va muy bien.


La segunda conjuración de la máscara

Si la segunda conjuración de la máscara se reactiva es porque las apreciaciones sociales ligadas a la cuestión del rostro han experimentado un gran revuelo en los últimos meses. Entre el reconocimiento facial y la incitación (¿tal vez obligación?) a portar una mascarilla médica, creemos que existe una fuerte contradicción a la que debemos plantar cara. Sin la suficiente perspectiva para pensar en ello correctamente, hemos creído oportuno explicar algunos de los términos del debate así como algunas anécdotas reveladoras de esta situación. Pero para esto hemos pensado que era importante rescatar una propuesta ya parcialmente desarrollada en un artículo anterior: una rápida definición de las subjetividades occidentales contemporáneas la cual proponemos como hipótesis central.

por lundimatin#238 el 13 de abril de 2020

El individuo está compuesto por la suma de la singularidad (que tiende a desaparecer) y la persona (que tiende a suplantar a la singularidad).

La singularidad se comprende como la existencia desnuda, el curso específico de un ser a través de el (los) mundo(s). Necesariamente única ya que nuestras familias no son las mismas, nuestras realidades biológicas son diferentes, vivimos en climas diversos etc.;y, también, debido a la multiplicidad de posibilidades de circulación a través de los campos que componen la especificidad de la vida de un ser.

La persona se comprende como un ensamblaje de asignaciones sociales que componen la figura pública de este ser, por definición, por tanto, su identidad: tú eres esto porque naciste allá, tú eres esto porque eres de tal género, tú eres esto porque eres de tal familia, etc. Y como consecuencia, la persona es el respaldo de estas identidades y la conformidad en la forma de actuar frente a las expectativas sociales.

El individuo se comprende como el objeto privilegiado de la ontología occidental contemporánea, su unidad (en sentido matemático) principal de la vida colectiva. Los dos componentes del individuo tal y como se presentan aquí, a partir de estas nociones, son completamente relativos y conviene indicar su tendencia a la atrofia o a la hipertrofia. Así, la singularidad se atrofia a través de la hipertrofia de la persona, la cual opera mayoritariamente en forma de prescripciones sociales que impulsan la empleabilidad, la docilidad y la conformidad: la exigencia de «ser uno mismo” es frecuentemente una exigencia que corresponde con los esquemas dominantes de hacer una carrera, de tener una bonita casa o un gran loft, de viajar a Tailandia en vacaciones y cosas por el estilo. La descripción socialmente mayoritaria del individuo es fruto de una especie de confusión entre los términos que la componen: diríamos que la singularidad está dirigida por la persona.

Para esto previamente consideramos oportuno agregar un segundo bosquejo del texto citado más arriba… Se trata de lo que Deleuze y Guattari llamaron Rostridad desarrollando una definición específica del rostro. Una definición donde el rostro no es solamente parte de la cabeza, “El rostro sólo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificado por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional [1]. Así, “la mano, el seno el vientre, el pene y la vagina, la nalga, la pierna y el pie serán rostrificados. El fetichismo, la erotomanía etc. son inseparables de estos procesos de rostrificación «[ídem] es, por lo tanto,» sobrecodificación para todas las partes decodificadas «[2].

Si tuviésemos que sintetizar lo que comprendemos de esta definición, diríamos que la rostrificación es un proceso invertido a la biometrización. Lo que crea rostros es precisamente lo que está más allá de la mensurabilidad, son las dimensiones del significado (sensitivo y sentido) que se agregan a la fisicidad de lo real, es el sentido de un más allá de lo que vemos. Y este proceso sólo puede estar ausente de la comprensión tecnológica, aquella que captura la realidad sólo a través de mediciones y estadísticas sin poder ir más allá de esta reducción al leer el mundo. Entonces el proceso de rostrifiación descrito por Deleuze y Guattari es lo que la comunidad de las máscaras experimenta constantemente: ¿llevamos una máscara? Entonces nuestros ojos hacen rostro, o nuestros gesticulantes cuerpos hacen rostro, o nuestros cuerpos entrelazados hacen rostro.

Utilizaremos, pues, cara por el uso genérico del término (=faz o figura) y rostro a través de la definición desarrollada en Mil mesetas.

Deseo de control

La actualidad muestra un crecimiento relevante en las formas de control conductual de aquellas partes del cuerpo socialmente dominantes. Cierre de fronteras y caza de aquel de quien uno diría que es un inmigrante, reforzamiento de los dispositivos biométricos, como el reconocimiento facial, respaldados por tecnologías que permiten la sistematización del reconocimiento de los individuos; o, más recientemente, el control masivo de desplazamientos y los comportamientos de cara a una epidemia. Estos son algunos de los ejemplos que emergen de la extensión de los campos de control de los comportamientos durante los últimos meses. Algunos de estos dispositivos desarrollados, o en proceso de serlo, se articulan en torno a una determinada relación con la cara y a la asociación forzada entre alguien y su identidad social o biométrica. Pero aquí aparecen algunas lagunas.

Así pues, a “Xavier Dupont de Ligonnès”, como al gato de Schrödinger, lo atrapa la policía escocesa y no. Un hombre es identificado por una concordancia en sus huellas dactilares y, diga lo que diga, esta concordancia determinará el comportamiento de los demás hacia él. Aquí, identificación significa “forzar a ser” en lugar de “reconocer como”. El “Xavier Dupont de Ligonnès” se ha convertido, socialmente, en  la huella de sus dedos hasta que aparecen los resultados de otros marcadores biométricos como son las pruebas de ADN. Esto convierte a “Xavier Dupont de Ligonnès” en él en lugar de otro. Otro a quien olvidaremos, incluido su nombre. Si Agamben se preguntó qué relación podríamos crear con nuestro ADN, ahora también podríamos preguntarnos qué relación podemos mantener con el ADN de otro. [3]

De igual manera sucede con los legisladores californianos que, en el contexto de unas pruebas de reconocimiento facial, fueron confundidos con los autores de un crimen. Estos, puede que airados por haber sido confundidos con la plebe delincuente, o, tal vez, asustados por el potencial autoritario abierto por el desarrollo de tal dispositivo de control, intercedieron para prohibir inmediatamente el uso del dispositivo de identificación a los policías de los que eran responsables.

Existe la falibilidad de las herramientas de identificación tecnológica, tal como ilustran estos dos casos tomados de entre otros muchos. Por lo tanto, nos parece esencial apoyarnos en esa falibilidad, dadas las imperfecciones de estos procedimientos de control, para ejercer una crítica en su contra y exigir que sean abandonados. Si las tecnologías de reconocimiento facial resultan inviables, no deberíamos aceptarlas. ¿Dónde estaría el derecho a ser olvidado, el derecho a dejarlo todo, el derecho a desaparecer, el derecho a mentir? ¿Qué sociedad estamos creando cuando controlamos absolutamente todo, cuando todo se puede verificar? ¿En qué se basa, entonces, la confianza? ¿Aceptaríamos siempre el margen de error o se convertiría en una fuente de sospecha? ¿Qué lugar se le daría al cambio de decisiones? Se nos dice que las tecnologías no son intrínsecamente portadoras de los malos usos que hacemos de ellas, pero, pese a esto, crean expectativas que devienen en obligaciones sociales, en nuevas exigencias hacia nosotros y hacia los demás y, además, piden que uno se ajuste a sus estándares para que estas puedan ser utilizadas en todo su potencial. Por ejemplo, la generalización del automóvil genera la expectativa de ver al otro ponerse a tu disposición más fácilmente, la generalización del teléfono móvil crea la expectativa de ver al otro ser accesible en todo momento, la generalización de Internet induce a esperar que el otro pueda trabajar en cualquier momento y en cualquier lugar, etc. Cuanto más eficiente resulte la tecnología y cuanto más pequeño sea el margen de peligro aceptable y el incumplimiento con la tecnología, más sospechosos pareceremos por el hecho de no cumplir con ella.

La identidad biométrica, postulando que las características físicas y biológicas son medibles, ha desatado la fisicidad del hombre y su rostro. En resumen, la identidad biométrica desrostrifica, destituye la percepción compleja de las formas. De este modo, la identidad, una vez postulada como definitiva (un conjunto de rasgos fisiológicos inmutables, o así se supone) -y ya nunca más relacional (un conjunto de vínculos específicos)- se convierte en una ficción que fuerza a la realidad a ser analizable mediante la máquina, es decir, estable y sin cambios, o, como mínimo, comprimida en un conjunto estadístico y medible. En consecuencia, la identidad biométrica calibra la vida y el espacio relacional.

La pregunta que nos surge es qué tipo de expectativas sociales se producirán con la generalización del reconocimiento facial. ¿Deberíamos contener nuestras expresiones faciales de manera que nunca parezcamos unos pirados? ¿Qué marginaciones resultarán de la calibración de los rostros según los criterios de un algoritmo? Y, ¿la interiorización de esos criterios tecnológicos nos empujará a cambiar nuestra forma de ver el comportamiento de quienes nos rodean? ¿Qué formas de sociabilidad surgirán del despliegue masivo del reconocimiento facial en nuestros espacios de vida? [4] Qué pasa con los dispositivos de control desarrollados a partir del reconocimiento facial? «En Shenzhen, las caras e identidades de los peatones que transitan fuera de los lugares protegidos se muestran en una pantalla gigante hasta que pagan la multa. […] Por lo tanto, según una declaración oficial de la capital china, ‹antes de finales de 2020, se establecerá un proyecto de puntos de confianza personal, que abarcará a toda la población residente […] la falta de fiabilidad en un dominio provocará restricciones en todos los dominios, lo que dificultará que las personas poco fiables avancen incluso un solo paso” [5].

En un despliegue tal, tendremos que enfrentarnos a una desposesión todavía más intensa de nuestra propia capacidad de ser, la singularidad ya no tendrá lugar para extraerse de su pegajoso recubrimiento, de la melaza inextricable, de la persona. Te conviertes en lo que el estado-economía [6] dice que eres, y solo las amistades profundas combinadas con la desconfianza visceral hacia el sistema de control pueden dar la oportunidad de limitar su dominio. Por eso vemos cómo el despliegue del sistema de crédito social chino también se basa en la naturaleza relacional de la existencia: frecuentar un lugar «poco fiable» reduce su crédito social.

En ese marco, el ser consistirá (¿consiste ya?) en entrar en una cierta forma de clandestinidad.

Pandemia enmascarada

El ocultamiento de la cara o el maquillaje son actualmente prácticas generalizadas durante las manifestaciones y esto parece algo intolerable para los grupos sociales dominantes. Estos, enfrentados particularmente al movimiento de los Chalecos Amarillos, deciden, en consecuencia, nuevas medidas para remediar la pérdida de control durante el invierno de 2018-2019. Así, cuando Phillippe Folliot, diputado de La République en marche (LREM), el 30 de enero de 2019, durante los debates en la Asamblea Nacional en torno al artículo de la ley denominada “anti-vándalos”, declaró al respecto de la prohibición de llevar máscaras en una manifestación: “el hecho de enmascararse el rostro es una forma de desprecio a la humanidad”, sugiriendo que es intolerable que la humanidad sea diferente de la forma de la humanidad que a él le conviene: es humano aquel que ofrece una cara para ser reconocido y así convertirse en responsable de sus actos. Es decir, en la República mostramos el rostro para asumir nuestros actos, o, dicho de otra manera, mostramos nuestra cara para que la policía haga su trabajo represivo y preventivo.

Entonces, ¿de qué humanidad estamos hablando?

Los recientes debates sobre el despliegue del reconocimiento facial son concomitantes con los de la prohibición de ocultar la cara durante las manifestaciones. Voluntario o no, este telescopio de actualidad política que obliga a los dominadores a exigir el control de los dominados y a una actualización tecnológica que le permita el despliegue masivo de dispositivos de control es instructivo. Entonces, el reconocimiento facial y el diputado Jolliot no están interesados ​​en cómo el rostro participaría en la humanidad, sino que proyectan la conformabilidad del usuario de la cara hacia los criterios definidos por los grupos sociales dominantes.

En la misma organización, el diputado de LREM  Éric Ciotti, al decir que «ocultar la cara en una manifestación es por naturaleza tener una violencia potencial» [7] ilustra la lógica que subyace tras la exigencia de la cara de la que hablamos, resumiéndolo: dado que los grupos dominantes desean asumir el control de los comportamientos, exigen que seamos reconocibles para facilitar la represión de nuestros comportamientos desviados -cosa que evidentemente es “natural”- por lo tanto, enmascararse es, por esa misma “naturaleza”, una violencia (potencial). La falta de rigor intelectual que constituye el fundamento de tal falacia es digna de admiración (sin contar el aplomo con el que se asesta el argumento), sin embargo, triunfa y permite que la ley sea votada. El legislador, en efecto, no ha asumido públicamente las consecuencias prácticas de una ley así: dar a la policía la posibilidad de arrestar casi a cualquier persona que se esté manifestando independientemente de sus actos (es suficiente gasear a la multitud para tener un contingente de delincuentes a tu disposición), a fin de fomentar la autodisciplina de las manifestaciones y sus participantes. El discurso sobre la humanidad de la cara descubierta es solo una máscara para la razón del más fuerte.

Pero ahora está surgiendo otra hipótesis: la evidencia del gesto de enmascararse se ha vuelto tal que opera en dos planos; en el aspecto práctico, frustra el dispositivo policial que preferiría que la multitud fuese lo suficientemente controlable; y, en el nivel simbólico, se convierte en una fuerza de llamada y reconocimiento para una comunidad de la máscara que continúa expandiéndose. Como resultado, los grupos sociales dominantes deben atacar la ocultación de la cara en dos niveles: criminalizando el gesto y tratando de socavar su poder simbólico. Un hecho notable: esta ley fue aprobada precisamente cuando la gran mayoría de estos gestos ofensivos se llevaron a cabo por chalecos amarillos con las caras descubiertas. Por lo tanto, la operación del estado es la siguiente: es necesario «al mismo tiempo» constituir el arquetipo del vándalo enmascarado que aparece como enemigo (por lo tanto, corre el riesgo de alimentar su carga simbólica y empujar a más oponentes a ocultar sus rostros) y luchar contra la posibilidad de lograr este arquetipo del vándalo enmascarado (y, por lo tanto, tratar de deshacer su carga simbólica). Contradicción interna de los modos de gobierno común en los procesos de creación de un enemigo para dividir a la oposición y reunificar sus apoyos.

Esta forma arquetípica del “ser enmascarado” participa en la construcción de una multitud de imaginarios contradictorios que dependen mucho de nuestra posición en el terreno social. O, lo que probablemente no sea muy diferente, nuestra adhesión a tal o cual sentido del ser enmascarado nos posiciona en el terreno social. La ocultación de la cara (por lo tanto, la ausencia de cara) es un rostro. «Sistema pared blanca-agujero negro» [8] como dirían Deleuze y Guattari, es decir «el rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujero negro de la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo». La máscara es rostro, es un agujero negro en el llano blanco del espacio común occidental, está cargada de los miedos de algunos y de los deseos de los demás, absorbe las subjetividades al señalar su relación con el momento visto, permite hacer evidentes las subjetivaciones políticas que tienen lugar en ese mismo instante.

 Y así, por lo tanto, la máscara es rostro, y es de esta forma que la rostrificación proclama la idea occidental de una interioridad, de una verdad íntima del sujeto, de una individualidad en la que el rostro sería la puerta de entrada. Si la máscara es rostro, es por esto que apunta a un punto de vista común: el de aquellos que, temporalmente, han renunciado a su cara y acceden así a que, a través de su singularidad, se desborden. Si la máscara es realmente un signo, es alguna cierta cosa que continúa circulando detrás de nuestras respectivas singularidades -que se manifiestan en la falta de coordinación y la libertad ofrecida a los enmascarados entre sí-, alguna cosa que es la sustancia de lo común.

Entonces, algunos meses más tarde, cuando aparece un nuevo paradigma social bajo la apariencia de un virus que se propaga rápidamente, las falsas evidencias del discurso de la humanidad de la cara descubierta encajan un nuevo golpe. La crisis sanitaria obliga a la incubación de nuevas formas de ocultación del rostro, siendo estas cada vez más comunes, lo que podría ayudar a rebatir las ideas que producen la figura de “la humanidad” en las sociedades occidentales. Probablemente sea demasiado pronto para decir con precisión la profundidad de la transformación en curso, pero la exigencia médica, incitar a llevar una mascarilla sanitaria, contribuye a hacer evolucionar los códigos de sociabilidad: estar enmascarado es no querer transmitir el virus, estar enmascarado es asumir una parte del miedo a enfermar, estar enmascarado ya no se ve como una voluntad de sustraerse de lo social, es hacer ver cierta forma de humanidad.

Sin embargo, la situación es inestable y vemos, por el momento, más bien una cohabitación de varios informes con ausencia de rostro. Los mandatos contradictorios del Estado: «respeta el distanciamiento social», «las máscaras primero para los sanitarios», «no te enmascares, esto crea un clima que provoca ansiedad», «el uso de la máscara debería ser obligatorio para los adultos en espacios públicos”: todavía es pronto para dibujar una imagen precisa del valor social de usar una mascarilla sanitaria: ¿docilidad, preocupación por los demás o autoorganización? Es la inscripción en el tiempo del uso masivo de este nuevo accesorio lo que dibujará las lecturas de los gestos comunes. Por lo menos, lo que sí que permite la situación es hacer evidente el flagrante absurdo del nexo entre cara descubierta y humanidad.

Desde que comenzamos a escribir este texto, las recomendaciones de llevar mascarilla en toda circunstancia fuera de nuestro hogar están proliferando, los tutoriales para fabricar las propias se difunden a través de las redes sociales y se organizan colectivos para tratar específicamente la cuestión, en la cola, frente al puesto de un mercado se nos explica cómo hacerlas, se ofrecen tutoriales en los periódicos de mayor tirada. La lógica de fondo parece la autoorganización, impulsada por los sanitarios, para paliar la incapacidad del gobierno dada su falta de preparación. El discurso gubernamental también parece estar siendo adaptado para ocultar su incapacidad de obtener con premura las tan solícitas mascarillas: mientras falten las mascarillas, el Estado nos dirá que son inútiles, al tiempo que intercepta las máscaras que transitan por el territorio u obliga a las personas presas a fabricarlas pagándoles una miseria. «Se ha declarado la guerra de las máscaras», titulan muchos periódicos, mientras se libra una amarga lucha entre Estados por acaparar la nueva mercancía preciosa, incluso si con ello se cometen actos de piratería oficial. Y ahora que el aprovisionamiento parece ser más fácil, la preconización de la Academia de Medicina por llevar obligatoriamente una máscara parece convertirse en la posición oficial. Las grandes empresas las han adquirido en masa para asegurar la posibilidad de reanudar la producción, la CGT asegura que Renault ha adquirido un millón de mascarillas para relanzar su producción mientras los sanitarios siguen sin ellas. En resumen, todo apunta a que el uso generalizado de mascarillas se va a atrasar notoriamente.

A día de hoy, por lo tanto, llevar una mascarilla sanitaria sea probablemente, para todos, un signo violento. Pero la fuente de este sentimiento evoluciona. Estar enmascarado se veía como un rechazo a ser contemplado por los demás, como gesticular tratar de evitar la relacionabilidad de lo que se presuponen unas actividades nefastas y no asumibles. Pero de ahora en adelante, estar enmascarado (al menos durante estos días de confinamiento y durante las semanas que darán paso a la liberación parcial de la circulación) significa recordar la enfermedad, y, entonces, aunque muchos son quienes descubren la vanidad de nuestras vidas, es recordar la posibilidad de nuestra muerte y la fragilidad de nuestras vidas.

Esta interpretación de una violencia intrínseca a la máscara, sin duda, tiene múltiples referencias que dependen del contexto y la forma de la máscara, pero, según nuestra opinión, no tiene futuro. Las condiciones sociales en las cuales sobrevivimos asocian las prácticas de enmascaramiento a los diferentes contextos en los que se dan. Los juegos de referencia aparecen y se difunden de boca en boca, a través de las redes sociales. Vea estas imágenes que muestran qué eficaces son las diferentes formas de enmascararse y díganos que no ve usted las figuras de manifestantes ahí. Vea cuántas fotos de sanitarios enmascarados son reutilizadas y “desviadas” para burlarse de los gobernantes y su policía. Vea las marchas por el clima organizadas el otoño pasado llamando a usar las mascarillas sanitarias y así mostrar su rechazo a las industrias contaminantes. Vea cómo los sanitarios se toman fotos enmascarados para expresar todo lo malo que piensan sobre el gobierno. Todos ellos, al igual que en las manifestaciones, no necesitan saber quién está tras la máscara, porque quien la lleva es la figura de la comunidad: podría ser tu hermana o tu vecina, puedes ser tú quien lleve esa máscara, sinónimo de cuidado y de protección Como hemos dicho antes, el rostro de la máscara es algo que desborda la singularidad, apunta hacia algo que es una sustancia común.

Las máscaras médicas y las máscaras de los manifestantes tienden a fusionarse en el mismo imaginario, y aquí está la comunidad de las máscaras que viene.

Frente a esta generalización de la máscara, que impide, al menos por el momento, una generalización de los dispositivos de reconocimiento facial, se podría producir una implementación del rastreo de teléfonos móviles individuales con el fin de ayudar a solventar algunas de las carencias en el control. Es evidente que este seguimiento precede a una generalización de la máscara que aún no se ha dado. Sin embargo, nos permitimos pensar que la ausencia masiva de caras en el espacio público ayuda, entre otros argumentos, a justificar, desde el punto de vista del poder, de la dominación, una aceleración en la producción de esta práctica de rastreo. Pero, sobre todo, lo que esto destaca es el desplazamiento, al menos parcial, de lo que, para la autoridad, construye nuestra identidad: ya no es ni siquiera una cuestión de ciertas biometrías a identificar, el dispositivo técnico individual se convierte en el operador de nuestra identidad: ya no es incluso nuestro cuerpo el que nos identifica, sino el curso habitual de nuestras acciones y la regularidad de nuestros contactos capturados y convertidos en datos por el teléfono móvil. Si por error nos desviamos de nuestras rutinas entonces nuestro comportamiento anormal será necesariamente sospechoso. Así pues, depende de nosotros pensar esta posible evolución de la construcción de la identidad, así como que ésta puede ser concomitante a otras formas de identificación (residuales del reconocimiento social y la identificación biométrica que están en vías de desarrollo).

Mientras la extensión de los dispositivos de control impulsa la exacerbación de la persona, tanto la mascarilla sanitaria, como la máscara de un manifestante favorecen la expresión de nuestra singularidad y una apertura franca a nuestras otras formas de ser. Al hacerlo, se forma otra posible ontología, cuya definición más amplia tiene en cuenta el ser colectivo, que es nuestra capacidad a fusionarnos con otras subjetividades y permitir que otras subjetividades se fusionen con nosotros. Porque, diga lo que diga la ficción individualista, los gestos de subjetivación son esencialmente formas de construcción colectiva inducidas por actuar juntos y estar juntos. Nos construimos con los que nos reenvía el otro, porque este participa en el desarrollo de nuestros gestos, actitudes, comportamientos, deseos, rechazos, etc. Y es la existencia compartida, la memoria común, el ser colectivo, lo que constituye la mejor fuente de confianza.

 


 

[1] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Pre-textos, 2010, p176.

[2] Idem

[3] Giorgio Agamben, «Identidad sin persona», Nudités, Rivages poche / Petite Bibliothèque, París, 2012, p.77.

[4] Ver Cuadernos de aislamiento: Coronavirus y dispositivos de control social: el ejemplo chino

[5] Idem

[6] Ver en Cuadernos de aislamiento – Coronavirus y dispositivos de control social: el ejemplo chino es el lugar impresionante de la multinacional Alibaba en el despliegue de esta tecnología

[7] 30 de enero de 2019 durante los debates en la Asamblea Nacional sobre el artículo de la ley conocido como «anti-vándalos».

[8] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Pre-textos, 2010, p179.

 


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