EL ABISMO SE REPUEBLA, Jaime Semprun.

Posted: septiembre 9th, 2020 | Author: | Filed under: General | Comentarios desactivados en EL ABISMO SE REPUEBLA, Jaime Semprun.

El siguiente texto, el capítulo VI del libro El abismo se repuebla, nos parece de gran interés puesto que entronca con la última entrada que publicamos en nuestro blog (aquí ); el autor se muestra severamente crítico con algunas de las posiciones que gran parte de la izquierda asumió en el pasado y que despejaron el camino para que los avances y evoluciones propios de una nueva forma de dominación capitalista se instauraran, sin resistencias, en una población cada vez más desfigurada y homogénea. En este caso, la crítica se concentra en el efecto de creer en los cantos de sirena del progreso así como en el poder liberador de la técnica y las máquinas, cuyo desarrollo infinito salvarían a la humanidad de su esclavitud asalariada.

 

La contribución del izquierdismo a la alienación más moderna se ha percibido generalmente a través de las anécdotas efectivamente pintorescas de algunas carreras personales, pero más bien como el efecto de un rechazo más que de una fidelidad, aunque este rechazo de ciertos aspectos superficiales de la ideología izquierdista sólo ha sido también cómodo y fructífero por su fidelidad a un contenido más profundo. En efecto, si se dejan a un lado los disfraces revolucionarios que el izquierdismo iba a descolgar del museo de la historia, ese contenido era claramente la adaptación al ritmo acelerado del cambio de todo, el ajuste de la falsa conciencia a esas nuevas condiciones en las que se iba a tener que aprender a vivir bajo los choques de la producción industrial de masas. Y cuanto más «espontaneísta» era el izquierdismo, más publicidad hacía de la supeditación de la conciencia a las sensaciones inmediatas y, al contribuir al descrédito de las mediaciones a través de las cuales se constituyen los individuos, los preparaba para el tipo de reflejos que el desbocamiento de la maquinaria económica iba a exigirles. «Vivir sin tiempo muerto, gozar sin trabas», he aquí algo que suena hoy como el eslogan de un hedonismo fustigado por el pánico, el mismo que vemos desplegarse por todas partes, cuando la catástrofe ya no sólo se presiente.

El rasgo principal, y que determina todos los demás, por el cual el izquierdismo prefiguraba lo que iba a ser, treinta años después, la mentalidad dominante entre las nuevas generaciones, inculcada en todas partes y socialmente valorada, es pues precisamente aquél que había sido reconocido como característico de la mentalidad totalitaria: la capacidad de adaptación como consecuencia de la pérdida de la experiencia continua del tiempo. La capacidad de vivir en un mundo ficticio, en el que nada asegura la primacía de la verdad con relación a la mentira, deriva evidentemente de la desintegración del tiempo vívido en una nube de instantes: el que vive en ese tiempo discontinuo se siente liberado de toda responsabilidad frente a la verdad, pero también de cualquier interés por hacerla valer. Si se pierde el sentido de la verdad, todo está permitido y esto es lo que se puede constatar. Esta especie de libertad ha dado lugar al carácter espontáneamente conformista y muy moderno de esos jóvenes tan numerosos a los que les basta con abandonarse a sus propias reacciones y obedecer sin vacilación a las exigencias del momento para cometer las bajezas que les pide su buena integración en el funcionamiento de la máquina social. La tendencia a vivir en un tiempo personal que es una sucesión de presentes sin recuerdo del pasado ni preocupación real por el futuro, si bien estaba algo contrarrestada en el caso de los grupúsculos burocráticos por las necesidades de su tipo de política, se afirmaba, por otro lado, sin trabas en las fracciones más modernas, en las que la privación de todo horizonte temporal era ensalzada como una libertad radical: «Y por encima de todo esta ley: “Actúa como si el futuro no tuviera que existir nunca”». (Raoul Vaneigem, Traité de savoir-vivre à l´usage des jeunes générations).

La desintegración del tiempo vivido, evidentemente, está determinada, más que por cualquier otra cosa, por el umbral que se ha traspasado en el aumento de la composición orgánica del capital, por utilizar los términos de Marx: es la vida entera de los individuos, y no sólo el «trabajo vivo», la que está aplastada por la velocidad mecánica del «trabajo muerto». La aceleración de la productividad industrial ha sido tan vertiginosa que el ritmo de renovación de las cosas y de la transformación del mundo material ya no tiene nada que ver con el de la vida humana, con su discurrir demasiado perezoso. (La velocidad de circulación de la información en las redes de la megamáquina demuestra a cada uno cuán lento y cansino es el cerebro humano). Pero fue necesario hacer la propaganda de la adaptación a estas nuevas condiciones en las que los hombres no son más que los parásitos de las máquinas que aseguran el funcionamiento de la organización social. Sin duda, el izquierdismo hizo esta propaganda de forma totalmente inconsciente, sin saber en qué estaba participando: creía en su pobre sueño de una pura revolución, total e instantánea, que se realizaría, por así decirlo, independientemente de los individuos y de todo esfuerzo de su parte para construirse ellos mismos junto con su mundo. (Y eso era lo que precisamente estaba sucediendo). Esto prueba todavía mejor sus afinidades espontáneas con el proceso de erradicación de las antiguas cualidades humanas que permitían una autonomía individual. Por otra parte, esas afinidades se han vuelto plenamente conscientes en la posteridad furiosamente modernista del izquierdismo, en la que uno se dedica a los placeres permitidos por el ocio de masas con una satisfacción indisimulada y en la que la ideología «antiautoritaria» residual sirve para ensalzar la descomposición de las costumbres en todos sus aspectos.

Para apreciar en su justo valor la parte que le corresponde al izquierdismo en la creación del no-hombre y en la expropiación de la vida interior, basta con recordar que se ha caracterizado por denigrar las cualidades humanas y las formas de conciencia vinculadas al sentimiento de una continuidad acumulativa en el tiempo (memoria, tesón, fidelidad, responsabilidad., etc.) para elogiar, mediante su jerga publicitaria de «pasiones» y de «superaciones», las nuevas capacidades permitidas y exigidas por una conciencia entregada a lo inmediato (individualismo, hedonismo, vitalidad oportunista) y, en fin, para elaborar las representaciones compensadoras con las que este tiempo invertebrado creaba una necesidad añadida (desde el narcisismo de la «subjetividad» hasta la intensidad vacía del «juego» y de la «fiesta»). Puesto que el tiempo social, histórico, ha sido confiscado por las máquinas que almacenan pasado y futuro en sus memorias y escenarios prospectivos, a los hombres les queda disfrutar en el instante de su irresponsabilidad, de su superfluidad, de forma semejante a lo que uno puede experimentar, destruyéndose más expeditivamente, bajo el dominio de esas drogas a las que el izquierdismo no ha dejado de ensalzar. La libertad vacía, reivindicada con gran despliegue de eslóganes entusiastas, es precisamente lo que les queda a los individuos cuando se les ha escapado definitivamente la producción de las condiciones de su existencia: recoger las virutas de tiempo caídas de la megamáquina. Esa libertad se realiza en la anomia y la vacuidad electrizada de las multitudes del abismo, para las que la muerte no significa nada, y la vida tampoco más, las cuales no tienen nada que perder, pero tampoco que ganar, salvo «una orgía, final y terrible, de venganza», Jack London).

Verdadera vanguardia de la adaptación, el izquierdismo (y especialmente allí donde estaba menos vinculado a la vieja mentira política) ha preconizado, pues, casi todas las simulaciones que son ahora moneda corriente de los comportamientos alienados. En nombre de la lucha contra la rutina y el aburrimiento desacreditaba todo esfuerzo sostenido, toda apropiación, necesariamente paciente, de capacidades reales: la excelencia subjetiva debía ser, como la revolución, instantánea. En nombre de la crítica de un pasado muerto y de su peso sobre el presente, atacaba toda tradición e incluso toda transmisión de experiencia histórica. En nombre de la revuelta contra las convenciones instalaba la brutalidad y el desprecio en las relaciones humanas. En nombre de la libertad de conductas, se desembarazaba de la responsabilidad, de la consecuencia, de la continuidad en las ideas. En nombre del rechazo a la autoridad, rehusaba todo conocimiento exacto e incluso toda verdad objetiva: qué hay más autoritario, en efecto, que la verdad; y cómo los delirios y las mentiras, que borran las fronteras fijas y apremiantes de lo verdadero y lo falso, son más libres y variadas. En resumen, trabajaba para liquidar todos esos componentes del carácter que, al estructurar el mundo propio de cada uno, lo ayudaban a defenderse de las propagandas y de las alucinaciones mercantiles.

Pues, esta simulación propiamente histérica de la vida (según la fórmula de Gabel: «el mentiroso común está al margen de la vida porque miente; el mentiroso histérico miente porque está al margen de la vida»), debido a su búsqueda angustiosa de placer inmediato, sólo podía, evidentemente, convertirse en esclava de toda la parafernalia high-tech que, al menos un poco mejor que la magia de los eslóganes izquierdistas, cumple la promesa de una vida, por fin, liberada del esfuerzo de vivir. La carrera común del antiguo izquierdista, que ha cambiado la instantaneidad revolucionaria («Todo, inmediatamente») por la instantaneidad mercantil, la repite, de forma acelerada, cada consumidor hedonista, que sólo afirma la autonomía y la singularidad de su placer para abdicar de él entregándose sin límite a los stimuli de la vida mecanizada, a sus sensaciones «listas para vivir», a sus distracciones frenéticas, etc. Y como una subjetividad tan inconsistente y vacía no puede sentir que existe más que incrementando cada vez más la intensidad y la velocidad de los choques recibidos, el consumo hedonista retorna por su propio movimiento hacia ese desencadenamiento destructor al que, por su lado, aspiraba el izquierdismo, viendo en él el colmo de la emancipación. Aquellos que están encerrados en la jaula temporal del instante, aislados tanto del pasado como del futuro, ya sólo encuentran la manera de afirmar su humanidad incendiando su prisión. Así, pujando sobre la velocidad de destrucción del mundo con su propia precipitación hacia la abdicación de su autonomía, los individuos ajustan su sistema nervioso al ritmo de la historia y se adaptan anticipadamente a la catástrofe que se extiende.

Cuando se manifiesta bajo formas agresivas y delirantes, los defensores de la civilización de la máquina reprueban ese nihilismo como si fuese esencialmente diferente de aquél que, propagado por los mismos media de la instantaneidad, se manifiesta más bien bajo la forma, entonces muy valorada, de un apoyo dócil a las buenas causas y a los entusiamos colectivos promovidos por el moralismo y lo políticamente correcto. Pero los Días del Amor y los Días del Odio movilizan a las mismas multitudes de individuos maleables, dispuestos para todas la emociones simplificadas, masificadas, prometedoras de integración positiva en la colectividad. El militantismo de la brutalidad y el militantismo de la tolerancia son simplemente dos formas de la adaptación a través del sacrificio del yo: no sólo no se excluyen uno al otro, sino que van juntos, y se encuentran muy a menudo en los mismos individuos, sucediéndose uno a otro alternativamente. Es que la brutalidad tiene tan poco que ver con la firmeza como la sensiblería con la humanidad.

La dominación moderna, que necesitaba servidores intercambiables, ha destruido precisamente —y tal vez ése sea su principal éxito— las condiciones generales, el medio social y familiar, las relaciones humanas necesarias para la formación de una personalidad autónoma. (Aquéllos para los que «su oficio eran sus manos», como se decía, eran menos intercambiables que aquéllos que sólo tienen una pantalla ante sus ojos). Por su histrionismo y por muchos otros rasgos, estos caracteres vaciados de todo lo que hubiera podido darles consistencia evocan diversas formas de desestructuración de la personalidad que, en otro tiempo, describió la psiquiatría. Sin detenernos en las consideraciones sicopatológicas que requeriría la descripción del modo como la enfermedad de ayer se ha convertido en la normalidad de hoy (La falsa conciencia puede consultarse a este respecto con provecho), es fácil comprender que seres tan inconsistentes y necesitados de una personalidad prestada sean forzosamente, todavía mucho más que los militantes del pasado («basta con hablar su lenguaje para infiltrarse en sus filas»), los dóciles instrumentos de todas las manipulaciones que se consideren útiles, de todas las «Love Parades» y, cuando sea necesario, de todas las Revoluciones culturales.

Los que se indignan moralmente ante las imágenes de la miseria y de las masacres que se ofrecen a su contemplación, a pesar de que un sentimiento de horror realmente sentido, y no sólo fingido, les haría comprender rápidamente cuán obsceno es añadir la retórica a la impotencia, ¿qué buscan sino la satisfacción narcisista de sentirse personas sensibles y civilizadas, de exhibirse como tales y de ocultarse a sí mismos la angustia de estar atrapados en esa pesadilla real de fin del mundo? De igual modo, las masas congregadas por los promotores de tal o cual buena causa platónico se ocupan sobre todo en admirarse a sí mismas por estar allí reunidas en medio de la euforia de una generosa unanimidad de la que están tan tranquilas, que no tiene ninguna consecuencia, que no les compromete lo más mínimo. En este sentido, hay muy poca diferencia entre los buenos sentimientos de la propaganda humanitaria, democratista, antirracista y los llamamientos al asesinato que puedan hacer las vedettes de la violencia simulada, de la misma manera que muy pocas cosas separan, en cuanto a la conciencia, a las masas de alborotadores de una noche, de aquéllas que se reúnen para otros «trances urbanos», en los que se emborrachan de identificación mimética vibrando bajo los golpes de la música de masas.

Cuando se nos habla de los suburbios como de un «laboratorio del futuro», se quiere decir que es con un material humano de ese tipo con el que la dominación se dispone a continuar sus experiencias. Y como la maquinaria de la relación mercantil universal y exclusiva va a arrojar al abismo a masas cada vez más numerosas de excedentes, la neoarmonía descerebrada de las «Love Parades» ciertamente tiene menos futuro que la barbarie de las exterminaciones recíprocas. Ya no es en la novela de Jack London [El talón de hierro], sino en un testimonio sobre la Argelia de hoy donde se pueden leer estas frases: «Es el reino de la confusión. Ya no se sabe quién es quién; ya no se sabe quién hace qué (…) También hay comités de autodefensa, mafias locales que mantienen sus propias milicias, militares reales, falsos gendarmes, falsos islamistas. La mayor parte de las veces uno no sabe con quién se la está jugando. (…) Han privatizado esta guerra que para muchos se ha convertido en un modo de vida. El Estado da dinero y armas para defender una parte del territorio. Surgen señores de la guerra. Reclutan hombres en su propia familia y no tienen otra preocupación que aumentar su feudo. (…) La gente toma partido a favor de aquellos que les dan de comer». (Le Monde, 19-20 de enero 1997).


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