«Deseo, placer y terapia», Juanma Agulles.

Posted: agosto 30th, 2020 | Author: | Filed under: General | Tags: , , , | Comentarios desactivados en «Deseo, placer y terapia», Juanma Agulles.

En el breve ensayo que sigue, que forma parte del libro Los límites de la conciencia (2014, Ed. El Salmón), Juanma Agulles hace un breve recorrido por el lugar que ha ocupado históricamente el deseo en las sociedades industriales para poner de manifiesto que este, de una forma u otra (y a pesar de haber sido el epicentro de algunas corrientes revolucionarias), se ha moldeado en función de las necesidades requeridas por el Progreso en pos de su catastrófico e imparable desarrollo ulterior. Para el autor, la liberación del deseo de sus restricciones se ha planteado y teorizado sin tener en cuenta las implicaciones ni las consecuencias materiales de un mundo que se entregaría por completo al disfrute y que, con ello, confiaría todo el trabajo a las máquinas. Por otra parte, considera que la liberación del deseo solo se ha logrado en la medida en que el deseo ha dejado de ser tal para devenir una mercancía que se consume, en definitiva, para ser la mercancía por excelencia en la última etapa del capitalismo.

 

El reino de la anangké y la industrialización

En los siglos XVIII y XIX se produce en toda Europa la consolidación de una forma industrial de organización social del trabajo. Las características más destacadas de la Revolución Industrial fueron: un aumento de las capacidades técnicas aplicadas a la producción; una división de clases fundamentalmente distinta a anteriores formas de dominación social; y la conversión del trabajo humano en una mercancía más dentro de unos mercados de intercambio en expansión planetaria.

La historia de la consolidación de este régimen de producción industrial es, también, y contra las proclamas progresistas al uso, el inicio de un proceso de desposesión, en que las capacidades humanas se verán sometidas a una organización técnica cada vez más automatizada y mediada por instancias reguladoras de la vida social que giran en torno a la consolidación del Estado.

Este proceso no estuvo exento de resistencias y conflictos; y sólo la imposición a través del monopolio de la violencia pudo disolver formas de organización social contrarias a la modernización y al desarrollismo desaforado de las primeras olas industriales.

En cualquier caso, lejos de lo que sostiene la historiografía oficial, no se trató de un proceso «natural» e inevitable al que por un designio casi divino estaba sometida toda la humanidad. Más bien al contrario, se puede describir como un largo proceso de imposición en el que determinados grupos sociales obtenían los beneficios de ese pretendido progreso, mientras una amplia mayoría era desposeída de sus capacidades, saberes y deseos en beneficio del proceso de acumulación.

La ideología del progreso se basaba en la supuesta superación del reino de la escasez (anangké), a través de la división técnica del trabajo, la centralización de los procesos de producción, y la generalización de unas formas de relación social centradas en el intercambio de mercancías y reguladas por los incipientes Estados nacionales. Esta superación de la necesidad requería de la enajenación del trabajo socialmente producido y del disciplinamiento en torno a un orden productivista que literalmente desarraigaba cualquier intento de oposición, convirtiendo los lazos sociales en funciones contractuales.

La idea de la «eterna lucha por la supervivencia», aplicada del darwinismo, estaba en el centro de la idea de progreso, y era compartida tanto por los defensores del modelo social aparejado a la generalización de la industria, como por aquellos que pretendían una redistribución distinta del producto del trabajo social. Que toda abundancia era mejor que la escasez era una idea tan extendida que su puesta en duda era desterrada al ámbito de las supersticiones, la ideología y la falta de conocimientos científicos [1].

La sujeción a las funciones que el industrialismo exigía operaba una reducción de los deseos sociales e imponía una moral con la que se trataban de regular las condiciones en las que tenía lugar la reproducción social. En ese sentido, las preocupaciones ante las prácticas sexuales de las clases populares se convertían en parte fundamental para asegurar el progreso social. Las teorías malthusianas y su cristalización en las conocidas como «Leyes de pobres» en Inglaterra, se orientaban en este sentido. Pero también las primeras luchas gremiales de los obreros industriales centraban sus críticas en que mujeres y niños ocupasen puestos de trabajo, por salarios de miseria, en unas fábricas cada vez más automatizadas.

Esa división sexual del trabajo —que según Marx y Engels estaba en el principio de todo proceso de acumulación—, se ligaba directamente con la regulación de las conductas para un mejor desarrollo del proceso modernizador. El encuadramiento en la modernidad exigía también el control del uso de los placeres y su circunscripción a la función reproductiva, sostenida en el marco de una situación de miseria de las masas trabajadoras que se hacía evidente en las nuevas aglomeraciones urbanas.

Lewis Mumford apuntó en Técnica y civilización algunas ideas en este sentido; hablando de los inicios de la industrialización, decía:

El sexo, sobre todo, estaba padeciendo miseria y estaba degradado en este ambiente. En las minas, en las fábricas, un comercio sexual de la más bruta especie era el único consuelo al tedio y al agotador trabajo del día […] la vista del cuerpo desnudo, tan necesaria para su noble ejercicio y desarrollo, fue discretamente prohibida incluso en la forma de estatuas sin ropajes: los moralistas la consideraron como una distracción lujuriosa que distraería del trabajo a la mente de los trabajadores y socavaría las inhibiciones sistemáticas de la industria mecánica. El sexo no tenía valor industrial.

La ordenación de los ritmos, de los espacios y los tiempos para cada actividad social, fue el sustrato en el que arraigaron nuevas disciplinas como el urbanismo, la criminología, la medicina, la psiquiatría, la sociología o la sexología. El reloj, la fábrica y la policía fueron los instrumentos fundamentales para una restricción de las conductas sociales caracterizadas como «desviadas» o «peligrosas». En el centro de esas restricciones se encontraba el llamamiento a la moral del trabajo, la austeridad y la abnegación. Max Weber analizó brillantemente la relación entre aquella ética protestante y lo que él denominó «espíritu del capitalismo».

Toda ética regula conductas y deseos, y las conductas y deseos sexuales, como hemos visto, eran algunas de las preocupaciones más importantes durante el desarrollo del industrialismo. La defensa del patrimonio se hacía, también, regulando las formas sociales del matrimonio. La expresión de los deseos se veía sometida a la acción «revolucionaria» de la burguesía industrial, que al mismo tiempo que atacaba a la tradición imponía nuevas regulaciones, acordes con las pujantes e innovadoras técnicas de producción.

La sociedad de masas y la «revolución sexual»

El recurso al «principio de placer» en las teorías revolucionarias se enfrentaba, en la segunda mitad del siglo XX, a un «principio de realidad» que se había desarrollado en todo el mundo y que algunos denominaron sociedad de masas. En sus formas de regulación social se empezaban a abrir brechas por las que parecía resquebrajarse el orden moral. Las críticas a los regímenes del espectro soviético se habían centrado en su burocratización, y en su disciplina de cuartel que no contaba con los deseos de los sujetos. La crítica a la vida cotidiana en los países capitalistas venía marcada por la denuncia de su mediocridad y su estandarización.

De este modo, la revuelta se caracterizó por sus llamadas al disfrute de los placeres, a derribar las barreras de la vida cotidiana y su insoportable aburrimiento. Vaneigem acuñó a finales de los 60 su conocida máxima: «No queremos un mundo donde la certeza de no morir de hambre signifique la posibilidad de morir de aburrimiento». En esos términos se pulsaba el descontento con una sociedad estandarizada y tecnificada, donde el ritmo rutinario de la cadena de montaje se pretendía extender a todos los comportamientos sociales. La apelación al disfrute, al deseo y al encuentro erótico liberado de todo constreñimiento social, atravesó la cultura occidental de aquellas décadas, emparentándolas con las guerras de liberación nacional, las reivindicaciones obreras, y las luchas de los estudiantes y las minorías.

El problema fundamental era, una vez desatadas aquellas fuerzas revolucionarias del deseo, lograr hacer frente a la organización social de una producción globalizada de la que dependían cada vez un mayor número de personas en el planeta; habida cuenta de que sus anteriores formas de vida, sus saberes y sus capacidades, estaban siendo rápidamente eliminadas por el proceso de modernización.

El pathos revolucionario del Deseo debía contar con esos límites materiales, pero la sociedad de la abundancia en la que tenían lugar las revueltas hacía que muy a menudo se perdiesen de vista las consecuencias del progreso industrial. Por ello, en ocasiones, no se dudaba en apelar a la automatización de los procesos del trabajo como forma de «liberación» y condición indispensable para una recuperación del tiempo de holganza —«Yo busco el oro del tiempo», había dicho Breton—. La reapropiación del tiempo arrancado al trabajo bruto por medio de la automatización permitiría, supuestamente, entregarse a los placeres sin restricciones.

El mismo hecho de experimentar placer podía implicar, según las teorías de la «represión libidinal», una liberación social. La idea de una revolución a través de la conquista de los placeres aparecía muy claramente en Eros y civilización, libro que Marcuse publicó en 1953, y que tuvo —ya en los años 60— cierto eco en la generación que experimentó la «revolución sexual»:

Su desarrollo irreprimido [el del placer inmediato] alteraría al organismo hasta tal grado que actuaría contrariamente a la desexualización del organismo necesaria para la utilización social de éste como instrumento de trabajo.

Esta crítica al orden a través de la búsqueda del placer y la entrega a las pasiones, llegaba al límite en las elaboraciones de Reich en torno a la «orgonterapia» [2] que Marcuse, entre otros, criticaron.

En sus extremos más delirantes, parecía que las teorías revolucionarias afrontaban un regreso al misticismo y a cierto tipo de religiosidad basada en distintos rituales del placer. Este regreso al «origen» se daba, precisamente, en el momento en que la organización industrial casi había conseguido hacer desaparecer cualquier comunidad originaria que aún dispusiese de herramientas con las que enfrentarse a la modernización. Al mismo tiempo, la producción capitalista era capaz de mantener unos niveles de consumo en expansión con los que cubría las necesidades básicas de una gran parte de la población del globo y así iba condicionando también las bases materiales sobre las que se elaboraban los deseos.

El reino de la anangké parecía por fin haber sido superado. Pero nuevas ansias de libertad entraban en contradicción con el orden social. Desde su carácter colonialista a su moral burguesa, pasando por la estandarización del consumo de masas, múltiples facetas de ese orden eran puestas en la picota por quienes apelaban a unos deseos insatisfechos y a la total libertad en el uso de los placeres.

La llamada revolución sexual entraba de lleno en la crítica al orden, desde el punto de vista de unas prácticas sociales condenadas moralmente y que, ciertamente, habían ido ganado fuerza a medida que la modernización iba avanzando y hacía más difíciles las prohibiciones y las estructuras de poder focalizadas. Las prácticas eróticas se querían deshacer de unas regulaciones obsoletas y que tampoco eran beneficiosas para la dinámica de acumulación.

En cierto sentido, aquella revolución sexual era necesaria e inevitable para lograr mantener el proceso de modernización en ascenso. En lugar de condenar y de restringir las prácticas eróticas, se trataba de hacer que los placeres y los deseos remitiesen a usos sexuales mercantilizables. Tanto la industria de la publicidad, como la del cine, la de la moda, y la académica, podían arraigar en este nuevo campo de modernización. Ya no había lugar para instancias sociales que pretendiesen dejar la sexualidad arrinconada en la intimidad de la reproducción: era necesario que todo el mundo expusiese su condición, que el sexo fuese una especie de ábrete sésamo para entrar en el reino de la libertad [3], y se convirtiese en expresión de autonomía individual y desprejuicio respecto a las caducas normas sociales.

No cabe duda de que los avances fueron considerables, aunque persistiesen las reticencias de los sectores más conservadores. Sin embargo, fue esta una liberación que tenía lugar dentro de un proceso mucho más amplio y que estaba condenando a la humanidad a la dependencia más absoluta respecto al aparato técnico de la producción. Del mismo modo que las liberaciones coloniales culminaban en la formación de Estados que debían hacer frente a unas economías transnacionales y a una competencia mundial que ponía en tela de juicio su soberanía en el mismo instante de conseguirla.

Muchas de las elaboraciones teóricas que de fondo prepararon el ascenso de las teorías de la represión, han admitido en primer lugar el presupuesto de aquella «eterna lucha por la supervivencia» que cierto darwinismo puso de moda. Todo sistema filosófico desarrollado a partir de esa pugna de intereses antagónicos desembocaba —por la misma voluntad de absoluto de la abstracción teórica— en una reconciliación de los opuestos. A través del Espíritu Universal en Hegel, del Comunismo en Marx, del Eterno Retorno en Nietzsche, o del Orgasmo en Reich. Esa especie de «segunda venida a la Tierra» de Eros se veía, además, como definitiva, desterrando por fin la necesidad y la escasez [4].

En la sociedad tecnológica, aquel Espíritu Universal tomó la forma de una producción industrial que eliminase la necesidad para siempre. Pero tal conquista prometeica no quedó sin castigo, y la extensión de la productividad y el levantamiento de ciertas restricciones en el «principio de placer» se hicieron a costa de una extensión y consolidación férrea del dominio de una minoría cualitativamente suficiente sobre el fondo trágico de la desposesión para una gran mayoría excedente.

Aquel vitalismo romántico que veía el mal del mundo en la imposición de la Razón que separa al trabajo del placer, está en el centro de toda una tradición crítica que va de Rousseau a los Surrealistas, de Nietzsche a Foucault. Pero la estetización —o sensualización— del mundo frente a la racionalidad productora, también sirvió para la exaltación nacionalista de una vida más auténtica y superior, que combinada con el sistema técnico [5] dio como resultado el triunfo del totalitarismo de la productividad.

El final de la abundancia. Nueva división del trabajo y uso de los placeres

Realizado gran parte del proyecto de industrialización —que incluyó la «desindustrialización» de algunos países desarrollados, la desarticulación de algunas partes del Estado dedicadas a la redistribución de los beneficios, y el fortalecimiento de los aspectos de control y vigilancia de las poblaciones—, las restricciones en los usos del placer y la mediación de los deseos también se vio modificada. Las transformaciones en las estructuras sociales tras el advenimiento de la crisis del 73 y la siguiente revolución tecnológica, desataron en el plano cultural lo que algunos denominaron «posmodernidad». Se podría decir que, tras el imperativo del productivismo industrial que hacía apología de la austeridad y la contención, se daba paso a la expresión de las pasiones en todo su esplendor como movilizadoras de las energías sociales que debían ser encauzadas hacia nuevas formas de producción y consumo. Esta movilización general fue esencial para superar la crisis del capitalismo y fue acompañada por una consolidación de la tecnología sobre cualquier forma de relación social que la precediese. Aquellos «verdaderos deseos humanos» y las pasiones que se revolvían contra el mundo racional de la producción, finalmente tuvieron su lugar en el mundo, una vez vaciados de contenido.

Al haber avanzado tanto las técnicas de mediación de los sujetos, los controles externos casi se hacían prescindibles —salvo para unos cuantos que aún pretendían oponer resistencia al avance de la megamáquina—. Así, la erotización de todo el conjunto de relaciones sociales se podía emprender sin ningún riesgo de subversión.

La invitación al disfrute presente de los placeres, al exceso y al derroche, se convirtieron en parte fundamental del lenguaje del orden que, por otro lado, se encargó de delimitar bien los márgenes en que esos excesos debían tener lugar. De la prohibición y la represión focalizada, se pasó a unos controles más sutiles y extensos que extraen su eficiencia y productividad, precisamente, del recurso constante a lo sensual. Las llamadas a lo relacional, lo informal, lo inmaterial, se alzaron como un verdadero leitmotiv de la expansión capitalista en su etapa tecnológica. Se trató de una liberación inducida, de una puesta en escena de las pasiones y los placeres a través de la totalización de la mercancía.

De la producción masiva y estandarizada a la personalización de cualquier producto; de la centralización de la producción a la dispersión productiva; de la identidad al juego de roles; de lo comunicativo a lo performativo; de la cantidad a la cualidad; y de lo colectivo a lo hipersubjetivo. Todos estos desplazamientos formaban parte del sometimiento progresivo de todos los deseos a la oferta efectiva del aparato ideológico de la producción [6].

En todos los planos, la nueva inclusión de lo sensible a la lógica de la ganancia producía ese tipo de desplazamientos —en ocasiones contradictorios para la lógica del orden social— pero que, en definitiva, venían a reforzar el estado de cosas, ya que no necesitaba ser impuesto desde que se había convertido en deseable.

La mayor victoria del industrialismo consistió en lograr, para una minoría en los países más desarrollados, dar cauce a las pasiones y flexibilizar tanto las restricciones morales y las condiciones de «bienestar», que las llamadas a subvertir el mundo de la producción quedasen, literalmente, sin objeto. Esta situación, continuamente sujeta a los cambios operados por la tecnología aplicada, y la aparente «liquidez» de las relaciones sociales, ocultaba una realidad material en la que los límites físicos del desarrollo resultaban cada vez más evidentes. Aquellos continuos cambios en el seno del capitalismo no eran más que la expresión de su consolidación más profunda sobre la vida.

La nueva división del trabajo permitió esta sensualización de las relaciones sociales y la inclusión de la afectividad en la organización técnica de la producción. En este sentido, las ideas del sexo y la sexualidad, reducidas a sus expresiones más inocuas, tuvieron un papel importantísimo. Su reivindicación como ámbito de la identidad, su politización, su utilización constante en los mensajes que incitan al consumo, expresan la regresión operada en los deseos hacia una expresión individualizada, ahistórica y totalmente manipulable por las nuevas técnicas de condicionamiento sobre los sujetos. Expresión flexible que, lejos de suponer un problema, fomentaba un perfeccionamiento para la consecución de una nueva vida administrada, placentera y participativa.

La embriaguez en los placeres del consumo, el derroche orgiástico del tiempo, son elaboraciones ideológicas que tratan de ocultar la masiva carencia de cualquier tipo de satisfacción. Toda inmediatez en la consecución de los deseos por una ínfima parte privilegiada es posible gracias a la reducción constante del campo de lo deseable para una mayoría sometida. Ninguna «pasión irracional» sería capaz de competir con la profunda irracionalidad de la organización mundial de la producción y sus nefastas consecuencias.

De la sociedad del riesgo a la sociedad terapéutica

Las advertencias sobre el riesgo han arraigado en las condiciones de un capitalismo sujeto cada vez más a las incertidumbres de un desarrollo que socava las mismas bases de su continuidad. El ejemplo de irracionalidad de la aplicación de la energía nuclear resulta esclarecedor para entender esta disposición a asumir grandes y definitivos riesgos por mantener el nivel de consumo, al tiempo que la caracterización de «lo peligroso» vuelve con renovada fuerza sobre el cuerpo social y la expresión colectiva de los deseos [7]. Mediados por la expresión de un orden mucho más flexible en lo moral pero que ha consolidado la dependencia del complejo industrial y tecnológico, los deseos tienden a expresarse de forma individual, en el contexto en que lo colectivo tiende a identificarse con la regulación estatal de las relaciones sociales.

El éxito de esta nueva forma de regulación cristaliza en el desplazamiento del conflicto entre deseo y materialidad hacia la esfera reducida del individuo aislado. «Tu mente contra tu cuerpo». En ese campo, la introducción de una terapéutica de los placeres se realiza con mayor profundidad. Los deseos acaban encontrando su límite en lo patológico, como contrarios a la conducta normalizada. La tensión se acrecienta sobre los sujetos, a los que la terapéutica trata de orientar, aceptando en primera instancia que el orden social es el resultado de un proceso natural al que no cabe impugnar, so pena de caer en el terreno de lo indeseable.

Todos los sustitutos del deseo se acaban convirtiendo así en los verdaderos deseos, habida cuenta de la desaparición de las condiciones en las que aún se podía apelar a cierta autonomía de los sujetos y de las comunidades en la definición de sus necesidades y sus formas de satisfacerlas.

El derroche y la consumación de infinitos placeres con que constantemente nos aporrea la publicidad no responde a otra cosa que a esta sensualidad orientada al consumo y a la apología del orden imperante. Los cada vez más explícitos mensajes sexuales a la hora de vender cualquier producto ya no escandalizan a nadie; efectivamente, han sido liberados de la censura y la represión.

La terapéutica remite a los sujetos a un hipotético interior donde el conflicto reside siempre latente. De este modo, se pone el énfasis en la determinación biológica de las conductas, de la misma forma que la idea del sexo se ve focalizada a la genitalidad. En cualquier caso, el ámbito de lo deseable es usurpado, en una penúltima desposesión de las capacidades humanas. La negación del esfuerzo que requiere la construcción del deseo, y la apelación constante al consumo de placeres, expresa en realidad los deseos irracionales de una sociedad que ya no puede pensar en su futuro porque es cada vez más dudoso que lo tenga.

 

Notas:

[1] Para una historia de la idea de progreso: Bury, John, La idea del progreso.

[2] En La función del orgasmo, Reich daba cuenta de sus descubrimientos en el campo de la «economía sexual», y apuntaba, entre otras tesis, la siguiente: «El proceso sexual, o sea, el proceso biológico expansivo del placer, es el proceso vital productivo per se». Y argumentaba que el ser humano había sometido a restricciones la función sexual natural que le correspondía, dando lugar a las catástrofes sociales de la guerra y las dictaduras en Europa. La terapia, por tanto, era la terapia por el orgasmo. Su esquema, bastante simple, queda recogido en la siguiente secuencia: «Tensión mecánica › Carga bioeléctrica › Descarga bioeléctrica › Relajación mecánica».

[3] Comentando el libro mencionado de Marcuse, Jacques Ellul decía sobre las teorías de la revolución sexual: «adentran el impulso revolucionario en un callejón sin salida, al identificar explosión sexual y revolución, dando una expresión estéril y grosera a todo lo que es el legado de la revolución». (Autopsia de la revolución).

[4] Elaboraciones más lúcidas, como las de Simone Weil, advirtieron: «Únicamente la embriaguez producida por la rapidez del progreso técnico ha hecho nacer la loca idea de que el trabajo podría llegar a ser superfluo un día». (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

[5] Sistema técnico que no dejó de desarrollarse por esas críticas románticas. Más bien se desarrolló contando con ellas, como sostiene Lewis Mumford en Técnica y civilización.

[6] La siguiente cita de Günther Anders puede aclarar algo más este punto: «Entre las tareas actuales de la estandarización, y aun de la producción misma, figura, por consiguiente, no sólo la estandarización de los productos, sino también la de los deseos (que anhelan los productos estandarizados). En buena medida, desde luego, eso sucede automáticamente a través de los productos mismos que se entregan y se consumen cada día, ya que las necesidades obedecen, como enseguida veremos, a lo que a diario se ofrece y se consume; pero no del todo: siempre queda una cierta distancia entre el producto ofrecido y la necesidad. La congruencia total y sin resto entre la oferta y la demanda no se alcanza jamás; de modo que, para cerrar esa brecha, hace falta movilizar una fuerza auxiliar, y esa fuerza auxiliar es la moral».

[7] «[…] un sistema de dominación que se orienta a la evitación de los peligros que amenazan al sistema, excluye el ejercicio del “dominio”, bien sea como dominio político, bien sea como dominio social mediado por la economía, que pudiera provocar que un sujeto de clase se enfrentara a otro como grupo especificable». (Habermas, Jürgen: Ciencia y técnica como «ideología»).


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