«A LA MIERDA TU CAPUCHA. Hacia una etopolítica del anonimato»
Posted: abril 19th, 2020 | Author: ilmondobrucia | Filed under: General | Tags: Deleuze y Guattari, Lundimatin | Comentarios desactivados en «A LA MIERDA TU CAPUCHA. Hacia una etopolítica del anonimato»En esta ocasión, y con motivo del debate generado en torno a las máscaras y mascarillas dada la pandemia del COVID-19, traemos a colación esta traducción de un texto publicado en Lundimatin el 4 de febrero de 2019 y del que pronto publicaremos una segunda parte. En él se indaga en torno a las disposiciones y fuerzas que configuran el rostro, la identidad social o el anonimato y las relaciones éticas que atraviesan estos fenómenos. Se diserta también en torno a la definición biométrica de la identidad policial y la constitución político jurídica de la persona individualizada y sus cosiguientes responsabilidades, frente a la forma cualsea del rostro invisible, del ser-en-común, en los serpenteantes y oscuros ríos de airadas y funestas capuchas anónimas.
(publicado en el Lundimatin # 177, el 4 de febrero de 2019)
La primera versión de este texto fue escrita durante una conferencia. Algunos artistas, esteticistas y psicólogos fueron invitados a hablar sobre una «política del rostro». Nuestra intervención tuvo como objetivo confrontar -por el juego y por la experiencia que esto suponía principalmente-, a estos oyentes con dos perspectivas que sin duda les eran incomprensibles: 1. el deseo de no querer rostro, 2. ver lo que vemos desde dentro de la máscara.
Originalmente destinado a ser publicado en el siguiente número de Parades, que se publicará pronto, la inminente aprobación de una ley que prescribe como delito ocultar la cara precipitó esta publicación en Lundimatin.
«Las aves salvajes no sufren cuando las observamos. Permanezcamos en la oscuridad, renunciemos a nosotros mismos, cerca de ellas».
René Char, Los matinales
La segunda conjuración de la máscara
Para una cierta tradición fenomenológica, heredera particularmente de Levinas, el rostro no es un objeto de experiencia como los demás. El rostro constituye algo así como un objeto de experiencia límite: una experiencia sobre el exceso del Otro a través de lo que me ha sido dado para percibirlo. ¿Por qué cuando miramos a los demás vemos algo así como una mirada y no solo un par de ojos? ¿Y qué hay en esa mirada más allá de los simples ojos a través de los cuales se me aparece? Conocemos, más o menos, la respuesta de Levinas a esta pregunta y las consecuencias éticas y políticas que deriva de ella: este exceso, paradójicamente, da lugar a la lectura de la ilegibilidad fundamental del Otro, la ilegibilidad fundamental de su singularidad. Y es a partir de esta experiencia que surgiría nuestra responsabilidad ética hacia los demás: como una necesidad ética de cuidarnos mutuamente de este infinito que nos separa al mismo tiempo que nos conecta…
Sin embargo, este significado clásico de la dimensión política del rostro, tan hegemónico como lo es en los medios o espacios artísticos, dice poco de hecho sobre las implicaciones políticas de la relación con el rostro y en particular cuando se trata de los movimientos políticos radicales contemporáneos. Una de las peculiaridades de estos movimientos es la tendencia a borrar caras y las individualidades que aparecen ocultas tras el uso de la máscara, el pasamontañas y la capucha. La tendencia a afirmar, por lo tanto, un anonimato radical individual y colectivo.
Por supuesto, a esta concepción levinasiana del rostro, se le han opuesto muchas críticas. La de Gilles Deleuze, por ejemplo, que vio en esta primacía concedida por Levinas a la cara una especie de prejuicio judeocristiano al que Deleuze prefería oponerse mediante la heterogeneidad de diversas rostridades, es decir, formas de hacer rostros, ya sea por el uso de máscaras, pinturas, tatuajes; o también a través de expresiones faciales, formas de mirar, etc. En nuestro nombre, y sin pretender obviamente el alcance de la crítica deleuziana, nos gustaría dirigir este texto hacia una crítica más situada, pero también, esperamos, más concreta de la concepción levinasiana del rostro. Para lograr esto, trataremos de mantener juntas una cierta cantidad de propuestas y análisis de diferentes órdenes:
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Primero, un análisis político del rostro como objeto y medio de identificación. Como tal, nos esforzaremos en mostrar, desde Agamben, cómo el rostro ha dejado gradualmente durante las últimas décadas de constituir un simple apoyo para la identidad social y paulatinamente ha pasado a sólo servir como un soporte para una identificación biométrica.
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A continuación, discutiremos las diversas tácticas políticas implementadas en las últimas décadas para neutralizar o eludir la efectividad de estas técnicas de identificación biométrica. Tácticas en las que el uso de la máscara constituirá para nosotros una especie de caso ejemplar.
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Luego, discutiremos, y aquí es indudablemente donde se expresará lo esencial de nuestra propuesta, de los resortes éticos que se anudan en esta redefinición progresiva de las formas y los apoyos de la identidad. Desde la identidad como persona, es decir, como una máscara social, hasta la identidad biométrica y la negación de esa misma identidad social, ¿cómo se negocia la construcción de la relación con uno mismo y con los demás? ¿Cómo es un yo, un nosotros o el anonimato, unas relaciones que están continuamente moviéndose, redefiniéndose, recomponiéndose?, ¿cómo se construye a través de las diferentes técnicas de identificación de los otros y de nosotros mismos? Mediante esta reflexión, intentaremos mostrar cómo hay en los usos políticos contemporáneos del anonimato algo que excede un simple gesto defensivo. Aunque seguramente la máscara tiene la función de neutralizar las técnicas de identificación policial, también intentaremos mostrar que hay otras formas de ofrecerse a la percepción, de constituirse como sujeto, o de ser y construir un nosotros.
Es aquí, quizás, donde nuestra oposición a Lévinas se manifestará más directamente. La esencia de nuestra propuesta, de hecho, se basará en la siguiente intuición: comprender al otro por su rostro, o por el misterio que nos da su mirada, es todavía comprender al otro desde la forma de la unicidad, la consistencia, es decir, literalmente, la individualidad. Ya sea, percibiendo lo que existe en él y a través de él solo como indivisible y no fragmentable. Por lo tanto, tomar al otro por su rostro es regresar constantemente a sus acciones, sus palabras, sus gestos… a un enfoque supuestamente uniforme, si no soberano: el enfoque de su individualidad y de su conciencia de sí que superficialmente le da forma y unidad. Ahora bien, el horizonte inseparablemente ético y político hacia el cual se podría decir que se abren las prácticas contemporáneas de anonimato nos parece que, precisamente, inaugura un devenir hacia la neutralización de la individualidad como soporte y forma del sujeto. Ser simultáneamente uno mismo y otro, uno mismo y otros, o más bien constituirse a través de las formas en las que uno tiene que ser simultáneamente otros: esta es la etopolítica que nos parece emerger en la superficie de nuestro presente . Una etopolítica a la que, por lo tanto, nos gustaría llamar «llamar la atención».
De la identidad social a la identidad biométrica.
En un artículo publicado en 2009 [1], Giorgio Agamben describe la evolución histórica del concepto de identidad y los elementos que lo constituyen. Así, recuerda la relación íntima entre la máscara de cera del antepasado de la familia patricia de la antigua Roma, la persona y la constitución de la identidad social del sujeto. Éste último es entonces reconocido por sus compañeros por pertenecer a una familia y, por lo tanto, a un grupo social. La persona se define, en este caso, exteriormente, es decir, por la forma en que es reconocida. Agamben se basa en la descripción del actor de Epícteto a partir de la cual continúa su análisis. Desarrolla la idea de que existe una posibilidad de juego entre el actor y el papel, tanto como entre el sujeto y su personaje: «A ti no te corresponde elegir el rol -dice Epícteto-, sino interpretar bien a la persona que te ha sido asignada, eso depende de ti«. [2] Es en este intersticio es donde se puede desarrollar la ética. En cualquier caso, esto es lo que Agamben luego expresa:
«Por lo tanto, la persona moral se constituye a través de una adhesión y a su vez una distancia respecto a la máscara social:la acepta sin reservas y, al mismo tiempo, se diferencia casi imperceptiblemente de ella». [3]
Sin embargo, lo que Agamben tiende a mostrarnos es que esta definición social de identidad ha sido cuestionada gradualmente en Occidente desde el siglo XIX con la aparición de métodos de identificación biométrica. Es la función policial del Estado la que instala las posibilidades de las identificaciones biométricas: huellas digitales y bertillonage [4] para delincuentes reincidentes del siglo XIX, ADN para delincuentes sexuales y reconocimiento facial en los primeros días del siglo XXI. Estos procedimientos luego se extendieron a todas las categorías delincuentes y criminales antes de ser finalmente generalizados a toda la población mediante dispositivos de control promovidos por el sector económico.
Basado en esta observación, Agamben se pregunta: ¿qué tipo de identidad es posible construir sobre datos biológicos? ¿Qué tipo de relación puedes establecer con tus huellas digitales o tu código genético? O de nuevo, ¿cómo podríamos asumir y distanciarnos de tales datos? [5] En resumen, se pregunta dónde está la «identidad sin persona» [6] y si existe la posibilidad del juego ético entre la asignación de identidad y el sujeto. En esta evolución, la cara se percibe de dos maneras diferentes. Primero, en el caso de la persona, como medio para reconocer una identidad social, una relación. Luego, en el caso de la identidad biométrica, como una forma fija con suficientes particularidades físicas para asegurar la singularidad del sujeto así objetivado.
El anonimato como práctica política
Como hemos visto, lo que inaugura y fundamenta la identidad biométrica es la función policial. Su propósito es definir un marco de acción y percepción accesible a todos. Por tanto, la forma en que se hace uso del derecho de crítica al Estado está determinado por la función policial de ese mismo Estado. Es la función policial del estado la que determina las modalidades tolerables del uso del derecho de crítica contra este estado. Y es a partir de esta constatación que quienes desbordan este marco autorizado con sus críticas desarrollan ciertas prácticas de opacidad. Y es tanto así que, durante algo más de quince años y durante la aparición de contracumbres alter-globalistas, hemos visto en grandes movilizaciones cómo los manifestantes optan por pertrechos que complican cualquier identificación biométrica. En particular, son llamativas a este respecto las tácticas que desarrolló el llamado Black Bloc, cuyos participantes están vestidos de negro, enmascarados y encapuchados, dando a todos los miembros de esta procesión oscura la misma forma. Esto se hace para que aquellos que actúan fuera del marco tolerado por el Estado traten de limitar los múltiples efectos de la represión.
En resumen, y en palabras de ciertos partidarios de estos métodos de manifestación:
“El miedo que suscita este recurso proscrito por el dispositivo democrático (que, sin embargo, no amenaza a nadie), la capucha, es el miedo a cualquiera. Por supuesto que el Black Bloc no existe: y es porque existen demasiados. Detrás de las bufandas, los fulares y las capuchas se oculta cualquiera, o cualquiera que no se disocie públicamente, y quizás también quien sí lo haga. Detrás de la cara enmascarada se esconde el deseo de cada ciudadano de no ser controlado». [7]
Existen muchas técnicas para el anonimato. Muchos exiliados llegan a Europa y se queman las yemas de los dedos para borrar sus huellas dactilares a fin de evitar cualquier identificación que pueda hacer que sean deportados. Así, las procesiones de la Primavera de 2016 fueron preparadas en pocas semanas con una considerable cantidad de máscaras y bufandas. Notamos, además, que las formas del anonimato obedecen a usos localizados: en Nantes y París, tenían la forma de chubasquero negro y pantalones de jogging; mientras que, en Rennes, el modelo era vaqueros y sudadera con capucha. Por lo tanto, cualquiera sirve. Se trata de ser indistinguible. Y esta indiferenciabilidad es intolerable para el Estado, porque impide cualquier proceso de identificación. El simple acto de enmascararse ha sido prohibido desde el 20 de junio de 2009 [8], y se ha vuelto frecuente que, a la entrada de las manifestaciones, los cordones policiales registren las bolsas de los transeúntes y confisquen las bufandas o los buff. Estamos hablando de textos legales y no de una aplicación arbitraria. Una máscara de carnaval o un policía encapuchado obviamente no son tratados de la misma manera que la máscara de un manifestante o un palestino.
«Hoy, el día después de la publicación oficial del decreto anti-capucha, varios cientos de personas invisibles se reunieron en la Fontaine des Innocents en París. Una rica procesión de las máscaras más variopintas […]. Estamos más decididos que nunca. La rueda gira. Las máscaras ganarán».
Comunicado de prensa en apoyo de los acusados de Tarnac, 21 de junio de 2009.
Del mismo modo, un análisis de varios procesos judiciales recientes que incluyan el reconocimiento de los sospechosos de cometer delitos verdaderos o falsos mostraría que la institución judicial tiene severas dificultades cuando se enfrenta con prácticas cuyo fin es la desidentificación. Pese a que no nos vayamos a embarcar en tal análisis, aquí citaremos algunos ejemplos:
– El 28 de abril de 2017, en Rennes, tuvo lugar un altercado entre varios manifestantes y un oficial de policía. Este saca su arma de servicio y la dirige a la multitud. Unas semanas después, siete personas fueron arrestadas en las primeras horas de la mañana. Una de ellas será liberada después de unas horas porque ha podido demostrar que no estaba presente: se la había confundido con el único protagonista con la cara descubierta de las fotos policiales.
– El 22 de febrero de 2014 una manifestación en el centro de la ciudad de Nantes estalló en disturbios. Unas semanas más tarde, un hombre, que había negado su presencia en la manifestación, fue arrestado y sentenciado con base en unas fotografías de un enmascarado. En el informe, un experto, concretamente un fotógrafo de bodas, compara las circunvoluciones de una de las orejas del fotografiado con las del acusado, lo que motivará la condena. [9]
– El 18 de mayo de 2016, en el marco de la lucha contra la Ley del Trabajo, se prendió fuego a un coche policial en Quai de Valmy en París. En septiembre del mismo año, nueve personas comparecieron en el Tribunal Penal de París. La escritora Nathalie Quintane, presente en la audiencia, transcribió parte del intercambio de acusaciones de aquella noche:
«- Aquí hay fotos que ilustran lo que dice la corte.
– La policía explica que te ven por detrás.
– Vemos tu rostro completamente enmascarado para no ser reconocido.
– La policía explica que es la misma persona, que es usted.
– Vemos, debajo de la flecha roja para que pueda verlo, una primera persona con una gorra roja y una segunda que porta un perno.
– Esta es otra flecha roja que te identifica porque es muy difícil hacerlo debido a la cara enmascarada en medio de 150 manifestantes.
– Allí te vemos cerca del cordón de la policía.etc. etc.
Se alcanza el clímax cuando el presidente de la corte nos sugiere que reconozcamos en la pantalla la cara del acusado que está frente a nosotros y que obviamente no es el mismo…
– ¿Entonces no te reconoces en esta foto?- preguntó el presidente al acusado.
– Parece obvio que no soy yo- responde el acusado, entre las risas de la sala.
A lo que su abogado subraya: – ¡Y es tomando como base estas fotos que fue acusado de intento de asesinato en PDAP! » [10]
Entonces, se puede ver, en estos ejemplos, cómo las instituciones policiales y judiciales luchan por encontrar el modo de transcribir al derecho las situaciones que complican la identificación biométrica y cualquier responsabilidad individual. Desde la ilusión de las formas fotográfica y videográfica como capturas fieles de la realidad, hasta los comentarios capciosos y tendentes a mostrar lo que se debe ver a pesar de lo que se ve, pasando por la cientificidad en el procesamiento de datos visuales, todo en el sistema judicial de análisis de imágenes tiende a validar la afirmación de Foucault:
«La justicia no se hace para otra cosa que no sea registrar a nivel oficial, legal y ritual la actividad de control, de normalización soberana llevada a cabo por la policía. Los jueces permiten que la policía funcione. La justicia está al servicio de la policía, no al revés». [11]
Nuestra hipótesis es que podría parecer parcelario e incompleto considerar las prácticas de anonimato con el único objetivo de contrarrestar el trabajo policial.
Hacia una etopolítica del anonimato
Hemos expuesto el problema un poco más arriba: la identidad biométrica cancela la posibilidad misma de un proceso de apropiación y distanciamiento del sujeto de su propia identidad. Por este mismo hecho, deshace los fundamentos de la ética occidental: el trabajo de la distancia entre la máscara y el actor, entre el reconocimiento externo y la singularidad desnuda. Aquí, por lo tanto, la tesis es la siguiente: las prácticas de desidentificación que se dan hoy en la mayoría de las manifestaciones no solo funcionan como una forma de contrarrestar el trabajo de identificación policial, sino que, al mismo tiempo, constituyen el soporte de una tarea ética. Al permitirse su desaparición, el sujeto puede redescubrir aquí la posibilidad de distanciarse de sí mismo para constituirse como una singularidad, es decir, como un centro de apropiación de los extraños que lo afectan.
Esto es comprensible a partir de una cierta inversión de la teoría de las formas, como lo propuso Moses Dobruška en su prefacio a Fragmentar el mundo, un libro de Josep Rafanell i Orra. De este modo nos muestra lo que puede ofrecer una lectura del mundo que no se centre en la unidad de la forma «cuerpo».
“En Occidente, todo nos lleva a ver en una persona a una persona, en una imagen una imagen y en una ciudad una ciudad. Es un error. Una percepción sutil de lo real descubre en una persona el caos de fuerzas, el ensamblaje de piezas en tensión, las copertenencias contradictorias, las distribuciones frágiles, los fuegos urdidos, los demonios y los puntos de irreductibilidad que recubren oportunamente la apariencia exterior. […] La heterogeneidad constitutiva de lo real aparece ante nosotros bajo la máscara de la unidad, de la unidad homogénea. Para una percepción superficial, la máscara es lo real mismo. Arrancar la máscara es correr el riesgo del vértigo. En su Carta a Lord Chandos, Hofmannstahl cuenta la experiencia de este vértigo». [12]
Aquí, a través de este deseo de perforar la unidad superficial de la forma, percibimos una propuesta para leer mundos fragmentarios y vinculados. Una lectura donde la singularidad no puede ser individualidad, identidad, forma finita objetivada por la biometría, sino, como hemos señalado anteriormente, el centro de una serie de afectos. Es, en efecto, a través de la metáfora óptica que representa el foco, la singularidad y el conjunto de luces que lo cruzan, que podemos imaginar mejor esta forma de leer la realidad. Definitivamente, el individuo no se constituye como una forma finita objetivada, sino como una suma de relaciones.
Así, los partidarios de las técnicas de anonimato explican en un texto ya citado que «cualquiera puede estar en el Black Bloc y, por lo tanto, también policías y neonazis, porque en un área de no control hay simplemente más sujetos, lo que hace que la cuestión de ‘¿quién hace qué?’ sea completamente obsoleta […]. El motín no es un espacio para el intercambio, ni para el discurso, ni necesariamente para la acción. Es un espacio de presencia, donde los cuerpos se fusionan y los sujetos desaparecen en colusión”. [13]
¿Por qué plantear la cuestión de la presencia en lugar de la cuestión de la acción o el discurso? Porque es precisamente a la afirmación de esta presencia, y únicamente en la afirmación de esta presencia, a lo que la cuestión ética que estamos discutiendo está vinculada. El uso de la máscara o la capucha alivia a quienes se impregnan con la exigencia agotadora de ser uno mismo. Tan pronto como mi rostro desaparece en la opacidad sin forma de los disturbios, lo que hago o lo que digo allí deja de ser inmediatamente atribuido a mí: mis acciones se convierten en las de la multitud y mi palabras en un momento de su gruñido ininterrumpido. En un mundo donde el mandato de ser uno mismo y afirmar contra todo pronóstico las pequeñas sutilezas de la identidad nos abruma por todos lados, percibimos, sin mucho esfuerzo, el atractivo de tal situación y la oportunidad que finalmente ofrece poder, al menos parcialmente, para estar dispuesto a recibir y ser afectado por algo que no sea uno mismo… Y este anonimato, simultáneamente, neutraliza los mecanismos de identificación y autoidentificación simbólicos que evoca, por ejemplo, Freud, en su trabajo sobre la psicología de las masas. Los movimientos de la multitud no pueden relacionarse con una conciencia o una voluntad colectiva legible e inequívoca. Y por una buena razón: no hay garantía de que las motivaciones o las sensibilidades de cada uno sean similares. Ni la bandera, ni el eslogan ofrecen al desorden caótico del motín un significante desde el cual sería posible darle un significado exacto. Si el uso de la máscara o la capucha le da algún tipo de singularidad a la percepción es precisamente porque no cubre las singularidades que se unen en él desde cualquier predicado de pertenencia que pueda leerse desde el exterior.
Si insistimos en cualsea, es porque encontramos en él una de las principales características de la comunidad que viene, tal y como la describe Giorgio Agamben en su libro homónimo:
«Como la justa palabra humana no es ni la apropiación de un común (la lengua)ni la comunicación de un propio, así ,el rostro humano no es ni el individualizarse de una faz genérica ni el universalizarse de los rasgos singulares: es el rostro cualsea, en el cual esto que pertenece a la naturaleza común y esto que es propio son absolutamente indiferentes […]. El paso de la potencia al acto, de la forma común a la singularidad, no es un suceso cumplido de una vez por todas, sino una serie infinita de oscilaciones modales. […] Así, en un rostro, la naturaleza humana pasa de forma continua a la existencia y justo esta incesante emergencia constituye su expresividad […]. Común y propio, género e individuo son únicamente las dos vertientes que se precipitan a los lados de la cima del cualsea.[…]. El ser que se genera sobre esta línea es el ser cualsea y la manera en que pasa del común al propio y de lo propio a lo común se llama uso, o también ethos». [14]
Pero el cualsea de las máscaras es un cualsea difícilmente compartible, porque es un cualsea que elimina los argumentos tradicionales de lo común. Desbiometrizado o al menos sin rostro, el ser enmascarado aparece como un extraño para aquellos que aún no han ocultado su rostro. Y es suficiente con haberse enmascarado una vez para comprender sustancialmente esta dimensión de lo cualsea en el rostro de un cuerpo enmascarado, es decir, que el cuerpo enmascarado es tanto posiblemente yo como posiblemente Otro, tanto el singular como lo común: el peso cultural del rostro en las relaciones sociales occidentales empuja a muchas personas a ver violencia en este gesto de ocultamiento.
La evidencia de la indiferencia entre lo común y lo singular es por tanto compartida por una comunidad de máscaras que solo se define porque aquellos que las constituyen se esconden. Además, el acto mismo de enmascararse no puede convertirse en sí mismo en el personaje que funde una nueva identidad colectiva. De hecho, desde el momento en que esta práctica se convierte en un rasgo cultural, un uso compartido al que se fija un significado, hace que la preciosa porosidad necesaria para la persistencia del cualsea sea más complicada. Probablemente hay momentos en los que no esconderse es la mejor máscara. Como hemos dicho, el uso de la máscara, dado que permite la apariencia más franca de lo común, es un signo de nada más que el deseo de sustraerse de una imagen definible.
Es éste, además, el drama de los periodistas: su deseo de identificar con precisión, en las multitudes del Black Bloc o en los disturbios, un sujeto cuyas características sociológicas, motivaciones o discursos serían legibles y, por lo tanto, reportables, está destinado a fallar. El hecho es que la coincidencia de estos dos mecanismos, la disipación de la soberanía individual y la neutralización de los mecanismos de simbolización colectiva, colocan al sujeto en una situación muy especial, la de verse abrumado por un proceso colectivo en el que se encuentra tanto por dentro como por fuera. Un proceso dentro del cual, en consecuencia, depende de él constituirse a sí mismo como una singularidad por los vínculos múltiples y heterogéneos que establecerá allí según las circunstancias. Y esto, a través de un juego continuo de superposición y distanciamiento del yo y el anonimato, del anonimato y de nosotros, del yo y de nosotros, arriesgarse a ser las relaciones que le llegan de los demás y que a la vez constituye. Tarea ética por lo tanto. Porque depende de todos liderar por y para sí mismos este ejercicio de recuperación y distanciamiento. Pero un tarea ética que solo puede tener como base lo arbitrario; es decir, el individuo se deshace de su identidad y de los límites insuperables que suele trazar entre la intimidad de la relación con uno mismo y la extrañeza anónima.
Obviamente, algunos pueden verse tentados a ver este proceso paradójico de desubjetivación como una especie de callejón sin salida. Sin embargo, creemos que estas prácticas de desidentificación solo renuevan e intensifican, en el espacio de la co-presencia física, esta experiencia ética bien conocida por quienes escriben; la de dejar que las palabras se empoderen y los discursos vivan una vida y mueran una muerte en la que su autor ya no tiene que reconocerse a sí mismo. Como tal, recordamos que el tema del autor y su desaparición no solo fue para Foucault un objeto descriptivo o analítico, sino también el apoyo de una experiencia ética, sobre la que afirmó en la introducción a La voluntad del saber:
«No me preguntes quién soy y no me digas que me quede igual: esa es una moral de estado civil; ella rige nuestros papeles. Déjala ser libre cuando se trata de escribir». [15]
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[1] Giorgio Agamben, «Identidad sin persona», Nudités, Rivages poche / Petite Bibliothèque, Paris, 2012, p.69-80.
[2] Epicteto, Manuel XVII, citado en «Identidad sin persona», Nudités, op.cit., p.71.
[3] Ibid.
[4] Técnica de identificación policial desarrollada por M. Alphonse Bertillon a finales del año 1870. Esta consiste en una ficha con fotografías del sujeto, una descripción detallada de sus características física y algunas medidas precisas de algunas partes de su cuerpo.
[5] Ibid., p. 77
[6] Ibidem.
[8] En el momento de la redacción de este texto esto era considerado como una circunstancia agravante si un delito o un crimen eran cometido cosa que podía ser sancionada con una multa de 1500 €. Pero, sobre todo, un proyecto de ley «anti-violentos» discutido mientras escribimos estas líneas podría conducir a la creación del delito de ocultar la cara «en una manifestación o en sus inmediaciones» que sería castigada con un año de prisión y una multa de € 15,000. Philippe Folliot, uno de los diputados de LREM afirma sin pestañear: «El hecho de enmascarar su rostro es una forma de desprecio por la forma de la humanidad». Permitámosle que mantenga su forma de humanidad, mientras las formas de vida enmascaradas felizmente prescinden de ella.
[9] Un artículo publicado en Lundimatin donde se detalla este asunto.
[10] Aquí para leer el informe policial completo.
[12] Moses Dobruška, prologó de Fragmentar el mundo de Josep Rafanell i Orra, Fragmentar el mundo, Éditions Divergences, Paris, 2017, p.18-19.
[13] «¿Qué pensar del Black Bloc?», art. cit.
[14] Giorgio Agamben, La comunidad que viene, s.l., 1990, p.25-27.
[15] Michel Foucault, L’archéologie du savoir, Gallimard, Paris, 1969, p.28.