EL CORONAVIRUS COMO TEATRO DE LA VERDAD, por Santiago López Petit
Posted: abril 25th, 2020 | Author: ilmondobrucia | Filed under: General | Tags: Coronavirus, López Petit | Comentarios desactivados en EL CORONAVIRUS COMO TEATRO DE LA VERDAD, por Santiago López PetitReproducimos una traducción al castellano del artículo escrito por Santiago López Petit en El crític en el que diserta sobre la vida y el mundo en el que nos sume el virus Covid-19 y su gestión estatal. En él, el autor hace un análisis certero sobre las posibilidades que se derivan de esta situación, qué nuevos y oscuros futuros se vislumbran como posibles salidas a esta crisis y cómo la universalidad del confinamiento también entiende de clases y privilegios. A pesar de la evidente saturación de escritos, artículos y recopilaciones que existen sobre este asunto, recomendamos encarecidamente su lectura.
EL CORONAVIRUS COMO TEATRO DE LA VERDAD
¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad adormecida. Creía que hundirme en una solitud casi absoluta me permitiría entender lo que sucede. No obstante, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar el poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en un desafío?
Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales (la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales, etc.), incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con aquello delirante y, si fuera necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación defensiva como la actual. ¿Quién podría negarlo?
Basta con analizar las ruedas de prensa que casi a diario dan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvarlos de ustedes mismos. No hay otra salida”, nos repiten insistentemente, mientras utilizan las estadísticas ―no olvidemos que la palabra “estadística” deriva de la palabra Estado― para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética, puesto que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni adelantarse. Que Boris Johnson haya sido internado en una UCI y que tantos políticos se hayan contagiado es una metáfora siniestra, pero muy real, de esta agonía. Un poder, repito, embrollado en sus propias contradicciones y falsedades, que aún ni sabe cuántas muertes se han producido, ni cuándo llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que, según Hobbes, lo fundamenta y legitima.
En este sentido existe cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declara la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o un virus. Y, no obstante, hay una guerra en curso, pero no es la guerra decretada por el Estado, sino la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables, por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de repente, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en nuestra realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 y 15.000 muertes; en Catalunya, 300.000 personas (la mayoría mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia o sensibilidad química múltiple y, la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantaran. Por cierto, ¿cuántos muertos hacen falta para declarar el estado de alarma? ¿No bastan los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?
La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, pese a la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus, pues, impulsa una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros mismos basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, como potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora, la radicalidad de la cual se nos escapa. Decir, como ya he adelantado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El impulso del coronavirus no es sino el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No es necesario perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y no deja nada fuera de ella. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentan. ¿Es extraño que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y, cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.
En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus representantes no tienen cabida ya. Está el personal sanitario en su abnegada y solitaria lucha; están los ancianos cuyas muertes, en la soledad de las residencias, constituye su particular manera de escupir contra esta sociedad (por favor; llamarlos “abuelos”, a estas alturas, es un insulto peor todavía de lo que ya lo era antes); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Están los confinados que, cada día a las 8 de la tarde, salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de prepago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.
Readaptación interna del neoliberalismo
La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación misma ya supone una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: reconocimiento facial, geolocalización, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a desagrado, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, se sirvió de las disciplinas, la vigilancia panóptica y, en particular, el secuetro del tiempo de vida. Ahora, el capital dispone de la posibilidad de deshacer lo que todavía quedaba remanente de esta comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio público. Siempre lo han sido. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos o si, sencillamente, obedecemos resulta cada vez más complejo. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.
La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readaptación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se aproximan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado-nación, la verdad es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de este mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha estado políticamente construida y que, a pesar de esto, se representa naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque, en su interior (y gracias a ella) se pone en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso, es necesario entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, pese a que las víctimas no son todas iguales, ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el manual, tal como la pandemia ha demostrado.
#TodoIráBien es una mentira. #YoMeQuedoEnCasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todo el mundo en el tiempo de la espera y, al mismo tiempo, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectada por la Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en un viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente lo podrá hacer quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas ligadas a una deuda infinita.
A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto se reconocen. Por momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista y, entonces, la fuerza del dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería muy insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros nos ponen delante de un abismo y se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incerteza, sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la vida nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos continuar siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.
Artículo original: https://www.elcritic.cat/opinio/santiago-lopez-petit/el-coronavirus-com-a-teatre-de-la-veritat-55248