Posted: mayo 25th, 2020 | Author: ilmondobrucia | Filed under: General | Tags: Algoritmos, Big Data | Comentarios desactivados en Data paranoia: cómo dar sentido a la discriminación de patrones; Clemens Apprich
Cuando quiero comunicarme con otra persona, dispongo de varios, viejos y nuevos, métodos: lenguajes, sistemas de escritura, formas de almacenamiento, de transmisión, o de multiplicación de mensaje: grabaciones, teléfono, prensa escrita y muchos más.
Michael Serres, Hermes
En Hermes (1982), de Michel Serres, seguimos el mítico viaje del dios griego, cuyo objetivo es entregar un mensaje a distintos protagonistas de la historia cultural europea. Durante este viaje, el mensaje es traducido, transformado y multiplicado a través de diversos medios de comunicación y espacios de conocimiento, yendo de la mitología a la ciencia, de la filosofía a la literatura, de las matemáticas a la biología, termodinámica y cibernética. Estos campos constituyen el punto nodal de una red global de comunicación, en la que Hermes constantemente teje una tela de códigos circulares. Por lo tanto, quien da nombre a la moderna hermenéutica es el divino heraldo de toda comunicación, pero, al mismo tiempo (y este es el punchline de Serres), es un parásito de la comunicación, un embaucador que subvierte el orden simbólico que antes ha construido. Igual que la figura del hacker, tiene que desmontar el código antes de que pueda reensamblarlo. Hermes, en este aspecto, genera desorden, interferencia y confusión, el ruido de fondo contra el que el significado de un mensaje solo puede tomar forma. Sin embargo, este ruido debe ser excluido para mantener la ilusión de una comunicación sin fricciones.
De acuerdo con Serres, una transferencia fluida no es la norma, más bien la excepción. Los malentendidos y las interpretaciones divergentes son una parte integral del orden simbólico. Por eso, aunque malinterpretemos una situación, existe un intento de atrapar su significado. Siempre hay un significado común y un orden simbólico al que nuestra comprensión se refiere. Sin estos, no habría entendimiento. La comprensión, pues, requiere la producción de un significado intersubjetivo. Esto implica un principio colectivo de comprensión, asumiendo que este principio está siempre sujeto a fallos. Desde esta perspectiva, la hermenéutica no es solo la metodología de la interpretación, sino también la teoría general de la comprensión. Esto se refiere a la comprensión reproductiva, entendida como interpretación de un orden simbólico dado a priori, así como una comprensión productiva, la cual implica una atribución de significado. En concreto, esto último es importante para el libro en cuestión, porque se relaciona con una entidad autorizada, aunque no necesariamente autoritaria, un significante maestro que organiza el significado. En consecuencia, aunque (o precisamente porque) no hay una analogía necesaria entre la realidad y su simbolización, el significado es atribuido al mundo por un orden simbólico, el cual, en última instancia, funciona como un sistema ideológico.
El Big Data, por lo que parece, está convirtiéndose en una nueva ideología con su propio horizonte de significado. Tal como Florian Cramer sugiere, la hermenéutica ha experimentado un renacimiento con el análisis de Big Data, aunque ahora tiene que ser considerada como “hermenéutica secreta”. En tiempos del autodenominado cuarto paradigma, la computación de datos intensiva experimenta una nueva forma de análisis que no se ocupa tanto de la interpretación del pasado como de la especulación sobre el futuro. Sin embargo, lejos de ser una herramienta neutral para capturar, curar y analizar, el Big Data se basa en su propio marco de referencia interpretativo: “como el oráculo de Delfos, depende de interpretación”. Y, de acuerdo con Cramer, esta “capacidad interpretativa está limitada por los algoritmos, de tal manera que las limitaciones de la herramienta (y, en última estancia de las matemáticas para procesar significados) acaban definiendo las limitaciones de la interpretación”. Aquí encontramos todo el problema del análisis de datos: el proceso de comprensión de algo como tal cosa (la estructura formal de cualquier comprensión y, por lo tanto, de la hermenéutica) desaparece en un nirvana de computación algorítmica que no es legible por la mente humana.
Incluso uno podría preguntar si la desaparición de este proceso no es una parte integral de la comunicación misma. Al menos, este es el punto de vista de Serres cuando cuestiona la teoría de la información moderna, la cual, para él, solo es un caso particular dentro del problema de la comunicación. Para Serres el problema no se halla tanto en cómo codificar o descodificar un mensaje, esto es, de conocer el código. Más bien, el problema se encuentra en el hecho de que, para que un acto comunicativo sea exitoso, el código subyacente debe estar oculto. Esto deviene aparente cuando pensamos en los significados dominantes en el mundo cultural, social y político; significados que son precondiciones necesarias si queremos entender (o incluso criticar) la vida cotidiana. Con el fin de formar parte de ello, uno debe hablar y entender el lenguaje común sin referirse a él todo el rato. Esta información, que se da por sentada, constituye un principio organizativo del entendimiento, un significado mayor al cual el individuo, tanto físico como social, está sujeto. Por lo tanto, Hermes no solo entrega el mensaje de los dioses para que después sea interpretado. Siendo un dios él mismo, el representa el sistema de símbolos dentro del cual la realidad común es construida y, por lo tanto, la comunicación puede suceder. Hermes es el mensajero, el traductor y la figura de autoridad en una sola persona. Y en cuanto que dios disfrazado, él es consciente del hecho de que la comunicación exitosa requiere su exclusión como mediador. Tal conciencia también representa el desafío de este libro: ni se quiere repetir la creencia generalizada de que los algoritmos son demasiado complejos para ser entendidos, ni morder el anzuelo de que simplemente haciendo que cada paso de comunicación sea transparente, el problema puede resolverse.
Para filtrar un mensaje sin ruido, para, literalmente, discriminar datos para extraer información, los patrones de discriminación, en los procesos de comunicación, deben funcionar detrás de la escena. Esta es la paradoja hermenéutica y la razón por la cual Serres considera Hermes el santo patrón de nuestros tiempos posmodernos. Tan pronto como Hermes entrega el mensaje, lo difumina y lo vuelve ininteligible. Tras haber desaparecido, el mensaje se vuelve legible. Hermes es el tercero en discordia en todo proceso de comunicación, como los algoritmos, que están presentes y ausentes al mismo tiempo. Con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, vivimos en un tiempo repleto de paradojas, a menudo comparable con el paso de la comunicación oral a la cultura escrita, o de los manuscritos a la imprenta. Como consecuencia, la lógica cultural del capitalismo tardío está enredada en una confusión posmoderna, impulsada por “un declive de la eficiencia simbólica”. El orden simbólico, como Hermes, constantemente cambia su estado, dejándonos sin ninguna pista sobre su sentido. Pero, tal como puede verse en el viaje de Hermes, retratado por Serres como una sucesión de encuentros fortuitos y descubrimientos, toda desconexión implica una reconexión; la interrupción de un orden simbólico de intercambio permite la producción de un nuevo y más complejo orden.
Conectando personas aparte
En tiempos de conectividad global, el orden simbólico en el que vivimos se vuelve cada vez más y más complejo. Tal como Wendy Kyong Chun argumenta, tenemos que comprometernos críticamente con este orden más que descartarlo en cuanto que “último grito” de la innovación capitalista. Según Chun, debemos trabajar a través de los problemas planteados por la red analítica, en particular, su búsqueda excesiva de correlaciones: “Si casi todo puede aparecer como real (si casi cualquier correlación puede ser descubierta), ¿cómo sabemos qué importa? ¿Qué es real?” En nuestros entornos en red, el análisis de redes se ha convertido en el modelo predeterminado fundado en qué causalidad se remplaza por la correlación de datos. Vivimos en una ontología plana de similitudes y parecidos en la que cada hecho se correlaciona con otro hecho, con el resultado de que ya ningún es significativo. Pero este análisis no es tan nuevo. Nietzsche ya tuvo la idea de un mundo de la posverdad, donde no hay hechos sino interpretaciones. Lo novedoso es la fragmentación de las vastas y estables fuentes de conocimiento en un mundo atomizado de actualizaciones, comentarios, rumores, opiniones y cotilleos. Para poder filtrar la información de este constante flujo de datos confiamos en que los algoritmos nos ayuden a poner orden en nuestra nueva vida mediática y mediatizada. Con respecto a esto, Google, Facebook y otros crean un ambiente habitual, un aparente mundo personalizado que nos mantiene en un estado de identificación con nosotros mismos a través de la segregación social.
El argumento más relevante del texto de Chun es que estos mundos aislados, también llamados salas de eco o burbujas filtradas, no son solo manifestaciones de una preferencia “natural” de los individuos por la vinculación con otros individuos similares, sino que estos tienen que estar constantemente producidos y reproducidos. Por lo tanto, tras el concepto de homofilia, las “viejas” relaciones de poder de clase, raza o género estallan. Pero en lugar de «nuevas teorías de las conexiones», para cortar el vínculo ideológico de los Big Data y el análisis de redes, nos enfrentamos con «el fin de la teoría», una afirmación que es profundamente problemática, porque tiende a oscurecer lo que se necesita de manera crucial: un conocimiento crítico sobre los mecanismos (sexistas, racistas, clasistas) que subyacen a la socialidad en red actual. Y esto no solo afecta al aspecto tecnológico de la discriminación de patrones, sino a la misma comprensión de la democracia. Si los datos hablan por sí mismos, un debate sobre cómo y para quién trabajan es obsoleto. De la misma manera, la hermenéutica clásica, en el sentido de una interpretación positiva o negativa de la existencia de símbolos normativos, es reemplazada por cosmografías que flotan libremente, entendidas como intentos de mapear el mundo sin un punto de referencia común. En el mundo digital, es necesaria una nueva “hermenéutica de la sospecha” (Ricoeur)frente a las tecnologías de los medios. Tal como Boris Groys ha dicho, tal «sospecha ontológica de los medios» no es simplemente una ilusión subjetiva que surge en el imaginario de un individuo, sino un fenómeno objetivo que aparece durante el acto mismo de observación de los medios: “como observadores de los medios, somos incapaces de ver algo más en ellos más que manipulación oculta. De acuerdo con Groys, la duda paranoica no puede ser suspendida porque el espacio “submedial” (esto es, el espacio que acecha detrás de la superficie simbólica de los medios) esté estructuralmente escondido. Como en el caso de la divina desaparición de Hermes, “no tenemos más opción que sospechar, proyectar e insinuar”. En consecuencia, inevitablemente asumimos una manipulación que existe como un espacio inaccesible a nosotros tras los medios de comunicación; y aun así construimos (significados) sobre la realidad que ellos forman. Para Niklas Luhmann esta es uno de los efectos paradójicos de la diferenciación funcional de la sociedad moderna: “Todo lo que conocemos acerca de nuestra sociedad, o incluso del mundo en que vivimos, lo conocemos a través de los medios de comunicación… Por otro lado, sabemos muy bien que los medios de comunicación no son fuentes fiables”. Sin embargo, Luhmann asume todavía que solo hay una realidad construida por los medios masivos, cuando, de hecho, hoy, con la emergencia de los medios digitales, debemos considerar una variedad de realidades que hacen la ontología de los medios más compleja.
Debido a la diversidad de los formatos de los medios y las ofertas compatibles con internet, la “construcción de la realidad” ha pasado a ser una red de realidades existentes simultáneamente. Mientras los mass media, con sus principios básicos de periodicidad, publicidad, universalidad, han establecido una esfera pública común en la cual, al menos en un mundo ideal, todos los ciudadanos tienen la participación permitida en una deliberación racional, la verdadera realización de la participación en los medios en forma de redes sociales ha conducido a una fragmentación del público de los mass media en diversos y parciales públicos. El cambio de los mass media a las redes sociales se acompaña del crecimiento de las apps de comunicación basadas en la web, de la ubicuidad de la computación móvil y de la formación de potentes plataformas de medios, todas ellas profundamente imbricadas con nuestra vida cotidiana. Las redes sociales se caracterizan por cuatro principios, los cuales, en los últimos años, se han infiltrado gradualmente en la lógica de los mass media: programabilidad, popularidad, conectividad y datafication. El último, particularmente, puede ser visto como un aspecto crucial de un mundo conducido por los datos porque “se refiere a la habilidad de las plataformas de redes para procesar en datos muchos aspectos del mundo que no habían sido cuantificados anteriormente”. El flujo de datos en tiempo real no tiene precedentes en su volumen y en su constante colección, estos ofrecen la base comercial de toda una nueva industria que, al mismo tiempo, trata de predecir y dar forma al comportamiento de sus usuarios y, como consecuencia, redefine nuestra comprensión acerca de lo que es participar. En la interacción entre cómo son las cosas y cómo deberían ser, un mundo dirigido por los datos se convierte en un compuesto maleable que puede producir resultados muy diversos.
Con los Big Data y las plataformas de las redes sociales la esfera pública se fragmenta cada vez más. Por ejemplo, en los dos últimos años las noticias sobre política y las páginas de promoción han florecido en plataformas como Facebook. Lo que es único acerca de estos medios de comunicación es el hecho de que no existen fuera de las redes sociales, pero, sin embargo, atraen a una audiencia importante. Estos están basados en algoritmos que filtran y ordenan el contenido “para mostrar a la gente lo que es más relevante para ellos”. Aquí se muestra el funcionamiento del mecanismo homofílico, porque el contenido, a partir de una multiplicidad de fuentes, se tamiza de acuerdo con las preferencias del usuario, o, al menos, de acuerdo con lo que el algoritmo cree que podrían ser estas preferencias. Por lo tanto, la idea de actualidad, central a la lógica de los mass media, está siendo subvertida; en lugar de poner a todo el mundo al día con la misma información, circulan distintas historias en distintas partes de la red y, compartiéndolas en grupos de iguales, las opiniones parecidas se confirman mientras las opiniones divergentes se expulsan. Una confirmación tal del prejuicio, más que conocido en la psicología, tiene implicaciones profundas para el espacio de referencia común.
Si bien puede parecer que el declive de la eficiencia simbólica marca el comienzo de una nueva era de libertad frente a las normas y las rígidas expectativas, la fluidez y adaptabilidad de las identidades imaginarias van acompañadas de fragilidad e inseguridad. Las identidades imaginarias son incapaces de establecer un lugar firme al que agarrarse, una posición desde la cual uno pueda dar sentido a sus experiencias y a sus mundos. Tal como señala Jodi Dean, precisar el significado es cada vez más difícil en las redes sociales, porque la verdad pasa a ser una cuestión de percepción más que el resultado de unos hechos intersubjetivamente acordados.
Internet ha creado un nuevo deseo de participación distinto a las esperanzas de participación de los 90. El deseo de participar parece que ya no produce un espacio de referencia común. En un mundo en el que cada opinión puede ser expresada, la paranoia penetra en casi todos los aspectos de nuestra vida, lo que, en retorno, tiene efectos dramáticos en la comprensión de la participación en la esfera pública. El resultado puede observarse en los recientes debates políticos, en los cuales la exageración, la sospecha y las fantasías de conspiración pueblan constantemente los discursos: si pierdo las elecciones, estaban amañadas; solo se puede creer en las encuestas a mi favor; todos los demás forman parte de una conspiración en mi contra. Este resurgir de “un estilo paranoico en política” es posible debido a la citada situación de la posverdad. E incluso si tal situación ya era inmanente en el fascismo europeo a principios del siglo XX o la era McCarthy en los Estados Unidos, está ganando un impulso significativo en un momento en que los datos ya superan los hechos. Por lo tanto, el rasgo paranoico se ve impulsado por el hecho de que no hay hechos o, para ser más precisos, solo hechos facticios.
Datos, información, conocimiento
En los tiempos modernos, el debate democrático ha dependido del llamado conocimiento experto, aunque siempre ha sido evidente que dicho conocimiento depende en sí mismo de la opinión pública real de un momento dado. En este sentido, el orden simbólico preestructura la condición de posibilidad de lo que puede y no puede expresarse, lo que, en retrospectiva, estabiliza el mismo orden. La disputa sobre lo que cuenta como un hecho y lo que no fue el núcleo de los modernos «juegos de verdad». Hoy en día, al contrario, el esfuerzo por mantener al menos una pretensión de verdad que esté basada en los hechos parece que ya no es de importancia. Como se aprecia en los sucesos recientes, el Brexit, Trump y la evidente y fatigosa prevaricación de la extrema derecha europea, contar una mentira y ser descubierto ya no es motivo de vergüenza o descrédito. Parece que el discurso de los hombres blancos no se basa en la experiencia y el conocimiento sino en la insistencia en tener razón. Todo lo que se requiere es información mal investigada: Downing Street manda supuestamente 350 millones de libras esterlinas semanalmente a la UE; aumentan las tasas de criminalidad por culpa de los refugiados en los Estados Unidos y Alemania por igual; son simples mentiras, pero, sin embargo, no manchan la reputación de los que las cuentan. Por el contrario, pueden no decir la verdad, pero, aun así, son amados por una parte significativa de la población que simpatiza con su punto de vista autoritario porque creen que se mantienen firmes contra todos esos sabios y expertos académicos.
Si la hermenéutica es considerada el arte de la diferenciación entre la mentira y los hechos, entonces la cuestión que surge es: ¿Por qué esta ya no ocupa un lugar central en el ejercicio del poder? ¿Por qué podemos generar evidencias sin fin para atacar mentiras flagrantes y a nadie le importa? Esta es la pregunta implícita de la contribución de Hito Steyerl. Ella explica cómo “la probabilidad entra en la producción de verdad a gran escala”. Más que los hechos, que necesitan cierta verificación institucional, los datos, que son procesados y filtrados constantemente, constituyen la base de la verdad hoy en día; con el efecto de que «los patrones que se supone que están descubiertos en datos masivos corresponden en cierta medida con los patrones que ya se supone que se encuentran allí». En otras palabras, lo que vemos no es veracidad construida sobre el tradicional raciocinio y la investigación, sino opiniones y creencias que encajan con nuestra visión sobre el mundo. Como consecuencia, entramos en una nueva era caracterizada por una permisiva e incesante interpretación de datos.
Por supuesto, uno podría preguntarse por qué molestarse con la verdad. ¿No era, pues, el objetivo intrínseco de la crítica posmoderna deshacerse o, al menos, desestabilizar las grandes narrativas de la modernidad? ¿Por qué rasgarse las vestiduras cuando Trump o Le Pen se burlan de que la opinión mainstream también está sesgada? Bien, porque un entendimiento común de lo que es verdad, y de lo que no, es importante para la constitución de una realidad objetiva, es decir, una realidad basada en unas normas y reglas negociadas intersubjetivamente. Si este acuerdo se anula o es ignorado, la sociedad corre el riesgo de volverse cínica al respecto de su propia verdad y, por lo tanto, de su existencia. Nada de esto es novedoso. Sin embargo, con la aparición del Big Data se ha alcanzado un nuevo grado cualitativo de adivinación. El crecimiento constante de los datos da la impresión de que una política basada en la evidencia parezca obsoleta, porque los datos, por definición, pueden interpretarse de una manera u otra. No hay ningún evento importante que no se enrede en una red de afirmaciones y objeciones. No hay noticias que no se corten y distribuyan a través de los canales de redes sociales; un espacio común de referencia cultural, social y política se vuelve imposible. Debido a este proceso, acelerado por algoritmos personalizados, corremos el riesgo de perder el panorama general de nuestras pequeñas salas de eco llenas de datos personales. Es a la luz del «desbordamiento de datos» que Hito Steyerl discute las implicaciones del reconocimiento de patrones. Para distinguir la señal del ruido, la gente siempre se basó en patrones específicos. En este contexto, las culturas algorítmicas racistas y sexistas no son tan diferentes de la antigua Grecia, cuando las mujeres y los esclavos fueron excluidos, o deberíamos decir, filtrados, del discurso público. Sus voces no fueron escuchadas, porque no se aplicaron al conjunto específico de valores en la polis griega. Pueden haber sido cuantitativamente significativos, pero no fueron cualitativamente relevantes. Los datos, en cuanto que algo dado, necesitan ser procesados para obtener significado. Por lo tanto, se requiere un acto deliberado, mediante el cual los datos se aplican a un esquema o patrón preexistente. Este proceso, como señala Hito Steyerl, es una «operación fundamentalmente política». Al aplicar filtros, los (re) creamos constantemente, particularmente porque el acto de filtrar información de los datos se encuentra en el corazón mismo de cómo creamos nuestro mundo.
En términos lacanianos, uno podría decir que los datos sin filtrar representan “lo real”, lo absoluto desconocido, mientras que la información destaca la realidad procesada e inteligible por nuestros filtros cognitivos. La realidad puede ser vista como una composición de lo imaginario y lo simbólico, los dos registros responsables de la constitución del yo. Podemos ver, por lo tanto, cómo el entrenamiento algorítmico de una red neuronal artificial constituida por una gran cantidad de datos acaba por sobreidentificar aquello para lo que ha sido entrenada. Igual que los humanos son perseguidos por los demonios de su pasado en los sueños, los algoritmos, mientras tratan de filtrar información inteligible desde el ruido de la Deep web, tan solo repiten el imaginario con el que han sido entrenados y creados. “Pero, en un sentido muy materialista, estas entidades están lejos de ser alucinaciones. Si son sueños, estos pueden interpretarse como condensaciones o desplazamientos de la actual disposición tecnológica”. Lo que vemos en las criaturas fantasmagóricas es lo que nos ofrece Google: su visión prosumérica desatada del «animismo corporativo en el que los productos no son solo fetiches, sino quimeras soñadas y franquiciadas» (Steyerl). Las señales producidas no son solo algunas imágenes soñadas, sino representaciones de nuestro sistema tecnocapitalista actual.
Si bien las alucinaciones tienen lugar a nivel imaginario y, por lo tanto, solo son accesibles individualmente, los delirios se refieren al orden de lo simbólico, donde confiamos en normas y valores acordados. Es por eso que una distorsión de la realidad también puede ocurrir colectivamente, de manera que un grupo social se desvía del sentido común y de la comprensión de lo que es verdadero y lo que es falso. Como han demostrado las teorías de la democracia radical, estas desviaciones son incluso intrínsecas al proceso político, porque la realidad social siempre está en proceso de construirse. Del mismo modo, nunca podemos estar seguros de si la realidad en la que vivimos no es delirante en sí misma. No hay criterios generalizables para determinar su veracidad, porque cada vez que lo intentamos, somos devueltos a la realidad. Por el contrario, decir que otro orden simbólico es delirante solo es posible basándose en el requisito previo de un orden ya establecido, desde el cual se distingue el supuesto engaño. Entonces, nuestra realidad acordada colectivamente nos proporciona un conjunto de creencias, ideas y normas, que sirven como punto de referencia.
De acuerdo con la idea de Michel Serres del tercero excluido, el sentido común debe ocultarse para que sea efectivo. Una parte esencial del poder hegemónico, por lo tanto, tiene la capacidad de hacer imposibles las visiones desviadas del mundo, al tiempo que presenta el «mundo real» como el único posible. Esto, en particular, es cierto al respecto de las empresas tecnológicas, cuyo imaginario está profundamente arraigado en la idea de que sus productos se crean para mejorar el mundo y nuestras vidas. Sin embargo, se les ocurren historias delirantes, que, con la ayuda de presupuestos publicitarios masivos, se venden al público para formar parte de nuestra versión cotidiana de la realidad. Piensa en la computación en la nube, por ejemplo. La idea de que alguna nube es un lugar confiable para todos nuestros datos, desde fotos de vacaciones hasta nuestra información médica y nuestros secretos, no solo es desconcertante, sino profundamente problemática. Y, aun así, utilizamos servicios de almacenamiento en la nube. Este impulso delirante se encuentra en la raíz de las culturas digitales y cómo se han desarrollado en las últimas décadas.
Reconocimiento de patrones
En una reseña de la novela Reconocimiento de patrones de William Gibson, en 2003, Fredric Jameson llama al inconsciente colectivo del consumismo global el “imaginario eBay”, una noción que, quince años después, puede extenderse a Apple, Amazon, Facebook, Google y Microsoft. Los llamados «Cinco Grandes» de Internet no solo constituyen la columna vertebral del capitalismo cibernético actual, sino que también están a la vanguardia de la predicción de nuestro futuro tecnocultural. De hecho, la capacidad de identificar tendencias potenciales a partir de grandes cantidades de datos, o, mejor aún, crearlas en primer lugar, se ha convertido en la línea vital de la producción capitalista, con el efecto de que las empresas dependen de nuevos modos de reconocimiento de patrones que les permita leer el futuro. En el mundo posmoderno, el individuo se pierde en el hiperespacio de las redes de computadores. No solo pierde su capacidad de ubicarse dentro de este espacio, sino que también se dispersa en una miríada de conjuntos de datos.
Mientras Jameson asocia la “hight-tech paranoia” cyberpunk con la ansiedad individual, la conspiración social y la aniquilación del yo, que es el sedimento patológico de la sociedad posmoderna, otros han enfatizado los efectos liberadores que nacen de la desestabilización del sujeto y sus grandes narrativas totalitarias. Concretamente, Felix Guattari llama a unas nuevas “asambleas colectivas de la enunciación” para poder superar la subjetividad normativa de los públicos de masas. Este enfoque pluralista no solo desafía la idea del individuo en su singularidad, sino que fue visto como un proceso inmanente de convertirse en un colectivo, que en sí mismo debería ser experimentado como un proceso de mayor libertad. En nuestra “era post-medios”, la apropiación y el uso colectivo de las tecnologías por multitudes de “sujetos-grupo” alimentaba las esperanzas de que surgieran nuevos modos de subjetivación capaces de romper los efectos mentalmente aturdidores de los medios de comunicación.
Sin embargo, la deconstrucción de la subjetividad mediada por las masas plantea el problema antes mencionado: un espacio de referencia común, con el que se puede estar de acuerdo o en desacuerdo, es cada vez más difícil de mantener.
La transición de los medios de comunicación a las redes sociales se corresponde con la perspectiva de Guattari de “medialidad post masiva”. La deseada liberación y multiplicación ha llevado a un nuevo imaginario de participación, pero, aparte de la resingularización esperada, que es la capacidad de los individuos para reasignar colectivamente su mundo, el infocapitalismo ha logrado retener el viejo modelo de explotación ajustándolo a las nuevas condiciones de producción de datos. En lugar de una visión común que «designa una inversión de atención, energía libidinal y tiempo», lo que «sucede hoy en Facebook, Twitter y similares, es lo contrario, que, a pesar de ser el hogar virtual de un conjunto verdaderamente masivo de los humanos, nunca formen un proyecto colectivo de estar juntos”. En una red social, el individuo se atomiza para devenir una fuente de producción de datos, así como un sujeto identificable por y para el márquetin. Esta forma de gobierno algorítmico es bien conocida. A pesar de esto, la mayor parte de la crítica actual consiste simplemente en repetir las presuposiciones implícitas del problema, es decir: el individuo debe ser preservado, en lugar de pedir nuevas formas de individualización propias de nuestro tiempo postmedia. Tal enfoque no implica necesariamente una afirmación del status quo; por el contrario, podría ayudar a establecer algunos criterios para comprender mejor y tal vez incluso vencer la ansiedad paranoica causada por la «confusión posmoderna».
Si queremos entender algunos de los aspectos específicos de la paranoia, podemos comenzar con su etimología: la palabra paranoia es una composición de las palabras griegas παρά (para), que significa «al lado, siguiente» y νόος (noos), es decir «mente»; entonces, la paranoia se traduce literalmente en «estar al lado de tu mente». Esto parece ser consistente, dado que el término todavía se usa para describir un estado mental de creencia delirante o «falsa» con respecto al yo o personas u objetos fuera del yo. En este sentido, la paranoia puede verse como un aspecto parcial y subordinado de un trastorno delirante; si no fuera por el hecho de que la palabra delirio proviene de la palabra latina delirium, que significa «salir del surco» y, por lo tanto, es casi equivalente a paranoia en el sentido de «estar trastornado o distorsionado». Aún más, la palabra alemana “Wahn” o “wähnen”, que desciende del indoeuropeo “wen”, tiene la misma raíz que “ganar”, y puede entenderse que significa “imaginar” y “creer”, pero también “Buscar”, «esforzarse» o «esperar algo». Este es un punto crucial en la definición del rasgo delirante, en particular, porque se refiere a un aspecto productivo, si no saludable y reparador en lo que generalmente descartamos como trastorno de paranoia.
La paranoia, como una forma específica de conocer las cosas no es, en este sentido, causada tanto por la falta de información como por una sobreproducción de significado. Siguiendo la descripción canónica del neurólogo y psiquiatra alemán Klaus Conrad, podemos definir un episodio delirante sobre la base de, al menos, tres etapas: primero, está el engaño (Wahnstimmung), una atmósfera delirante, comparable al miedo escénico. Sabes que algo está sucediendo, pero no puedes entender qué es. Esta condición mental está asociada con la sensación de sospecha, alienación y miedo, pero también con una emoción anticipada. Segundo, el momento de la revelación, denominado apofenia (Wahn-wahrnehmung), cuando las cosas comienzan a tener sentido nuevamente. La apofenia se describe aquí como la percepción espontánea de conexiones y significado, acompañada de un sentimiento triunfante de haber descubierto algo de enorme importancia. El momento es fundamental para la percepción paranoica del mundo. Y tercero, anastrophe (Wahneinfall), ese es el estado delirante de referencia irreversible. Las cosas no solo tienen sentido para mí, sino que también comienzan a girar en torno a mí. Hablando patológicamente, este es el punto sin retorno, una «revolución copernicana», después de la cual la idea delirante se vuelve sólida e incorregible. Puesto en un modelo aún más simple, podemos hablar de solo dos etapas en el desarrollo de un trastorno delirante: primero el colapso de un orden simbólico central, desencadenando la sensación delirante del engaño, y luego el intento de restaurar ese orden mediante el descubrimiento y, en última instancia, la osificación de una idea delirante, que ayuda a reconstituir el mundo. De hecho, el deseo paranoico puede verse como un mecanismo de autocuración, una función protectora para reapropiarse del mundo.
No es casualidad que, en la historia y la teoría cultural, las tecnologías a menudo aparezcan como objetos de deseo de los sistemas delirantes: desde la telegrafía, la radio, hasta Internet. La cognición humana siempre se ha incrustado en entornos tecnológicos, pero es con el surgimiento de los medios digitales que la necesidad de desarrollar una comprensión sistemática de nuestros entornos tecnológicamente modulados se ha vuelto vital. El concepto de paranoia puede ser una herramienta útil en este contexto, ya que ayuda a descubrir las creencias sociales, que tienen que estar ocultas, para funcionar correctamente. La persona paranoica recurre a las mismas creencias, con la diferencia significativa de que él o ella se reafirma y, por lo tanto, los revela. De ahí la ironía detrás de los algoritmos de reconocimiento de patrones como Deep Dream Generator de Google, analizados por Hito Steyerl. Es un ejemplo perfecto de una red neuronal artificial que, al identificarse en exceso con su propio conjunto de entrenamiento, se vuelve paranoica y, al hacerlo, nos da una idea de su funcionamiento interno. Lo que debería estar oculto detrás de la colorida cortina del departamento de marketing de Google, entra involuntariamente a escena y lo que vemos allí es simplemente la constatación de que todos los trucos de alta tecnología son, en última instancia, un reflejo del propio tecnocapitalismo.
Máquina de pensar paranoica
Tres años después de la mundialmente famosa «gestionaremos» de Angela Merkel, en relación con la llamada crisis de refugiados de Europa, la cultura de bienvenida inicial se ha convertido en una cultura de rechazo. Con la entrada en el Bundestag de la racista y abiertamente xenófoba Alternativa para Alemania (AfD), el debate político en Alemania se ha vuelto más duro, estableciendo el tono para una explosión sin precedentes de discurso de odio en las redes sociales e, incluso peor, legitimando la violencia física y los ataques terroristas contra los refugiados. Lo que estamos presenciando aquí son síntomas de una crisis política, es decir, la erosión de la solidaridad en la sociedad. Por lo tanto, el discurso de odio debe verse como una señal alarmante de la desintegración de una esfera pública común, que, hasta ahora, servía como el marco mínimo para los procesos de negociación social. El término inflamatorio “prensa mentirosa”, popular entre los grupos reaccionarios de derecha, apunta a una ruptura en el discurso político: incluso si los medios de comunicación modernos (prensa, radio, televisión) siempre fueran sospechosos de manipular al público, su función como marco general de referencia, manipulador o no, era en gran medida indiscutible. Con los medios digitales, por el contrario, nos encontramos en un imaginario de participación, en un mundo de imágenes y afectos, que conduce a la dispersión de un terreno común.
La política de oposición de hoy, en particular de la extrema derecha, no se preocupa tanto por la creación de un contrapúblico que se proponga corregir la realidad producida por los principales medios de comunicación, sino más bien por la creación de sus propios medios y, por lo tanto, de su verdad. Blogs, revistas online y sitios de Facebook son manifestaciones de la transición antes mencionada de los medios de comunicación a la lógica de las redes sociales. La fuerza letal de esta transformación resulta del hecho de que cada retirada, total o parcial, del ámbito colectivamente compartido del mundo social desencadena el colapso de lo simbólico, lo que, a su vez, conduce a una mayor separación de este mundo. Sin embargo, la pregunta sigue siendo si esto es simplemente una desaparición implacable o si por el contrario necesitamos desarrollar «nuevas formas de atención que persiguen de manera diferente el proceso de individualización psíquica y colectiva». Para romper con las salas de eco de los datos personalizados, necesitamos desplegar el momento paranoico: mientras la vida cotidiana de los medios del presente se caracteriza por un exceso de afirmación de verdad, con el efecto de que el individuo está atrapado en su propia red, la paranoia, en su efectos productivos y saludables, puede proporcionar una plantilla para volver a dibujar un orden simbólico en nuestro mundo postmedia.